El amor ebrio es superlativo: amamos demasiado, reímos demasiado alto y lloramos demasiado rápido. Al día siguiente, a veces algo se ha roto, y por mucho que esperemos que una amnesia temporal borre las palabras y los actos de la víspera, el vínculo está definitivamente roto. Pienso que lo peor ocurre siempre cuando la ebriedad se vive por separado, y sobre todo cuando el otro ha bebido en otro lugar, con otros, con otra. Una aventura de una noche, lastimosamente justificada con un tímido «habíamos bebido», añade al adulterio una segunda traición, la de haber dejado entrar un cuerpo extraño en un estado hasta entonces vivido como una intimidad inexpugnable, una ebriedad cómplice y compartida que ahora parece contaminada. El intercambio de líquidos ha hecho reventar el dique