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Livros
Roberto Calasso

El libro de todos los libros

  • Zakarias Zafrafez uma citaçãohá 5 dias
    Según Maimónides, había una oposición –y una oculta complicidad– entre la excitación sexual y la casa de estudio, dado que una era el más seguro antídoto contra la otra: «Si sientes excitación sexual y te hace sufrir, ve a la casa de estudio, lee, participa de la discusión, formula preguntas y deja que a su vez te pregunten, porque entonces indudablemente ese sufrimiento desaparecerá». Pero ¿funcionaba también a la inversa? La cuestión no se trató. Quedaba, sin embargo, la presunción de que las dos únicas potencias en grado de competir no podían ser otras que el estudio y el sexo.
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    paredes de la casa para ahorrar el precioso papiro. Betel, Mamre, Hebrón, Macpelá: ahora ya eran nombres de lugares remotos, inaccesibles. Pero siempre eran accesibles las figuras que habitaban la historia sagrada. Y algunas reaparecieron en las paredes de la sinagoga, visibles durante poco más de diez años, antes de la conquista persa.
    La sinagoga de Dura Europos se había hecho a partir de una casa privada, situada entre otras casas. Contaba con una sala para un centenar de personas, con bancos en los lados. Las paredes estaban repletas de frescos, en recuadros, donde se reconocían episodios de la Biblia, como si la prohibición de las imágenes no hubiera sido nunca pronunciada. Había también una joven mujer desnuda, desde la mitad del muslo hacia arriba, inmersa en el Nilo con un niño en los brazos: era la esclava de la hija del faraón que salvaba a Moisés. Una larga melena negra le caía por la espalda, hacia un lado. En otro recuadro aparecía Esther, con vestiduras reales iraníes. Las historias bíblicas eran sinópticas y simultáneas. La salvación de Moisés se yuxtaponía con escenas de la vida de Ezequiel. El trono de Ahasverus era casi idéntico al de Salomón. El éxodo, el sueño de Jacob y Salomón entre dos mujeres se representaban en escenas contiguas. Elías ocupaba una pared entera. Lo alimentaban los cuervos y resucitaba al hijo de la viuda de Sarepta tendiéndose sobre su cuerpo. Sobre el monte Carmelo el toro que él había sacrificado estaba envuelto en llamas, mientras los sacerdotes de Baal esperaban en vano que lo mismo sucediese con sus víctimas y el rey Hiel se escondía bajo el altar y era mordido por una serpiente. ¿Por qué las historias de Elías estaban al lado de la visión de Esther en el trono?
    Michael Rostovtzeff, eminente historiador del mundo antiguo y descubridor de la sinagoga de Dura Europos, observó: «No es posible reconocer una idea dominante, de carácter simbólico, detrás de la distribución de las pinturas. Por lo menos yo no lo he logrado». Nadie ha podido. En esta primera y última representación de las historias bíblicas en una
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    Dura Europos, nombre mitad semítico y mitad griego, avanzadilla del imperio romano sobre el Éufrates, era una ciudad pintada de inicio a fin, tanto en los edificios privados como en los públicos. No solo pintada, sino también escrita: «Cientos si no miles de grafitis de carácter religioso se grababan o pintaban en las paredes de templos, edificios públicos y casas privadas». Había muchos horóscopos y figuras mágicas. Todos los templos se decoraban con frescos que representaban «dioses y diosas, escenas mitológicas y escenas de sacrificios ofrecidos por los donantes». Y, «junto a los templos, las casas privadas resplandecían con vivos colores». El mercader Nebuchelos escribía su diario de negocios en las
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    Es un retrato de familia. Pero más que una familia, se despedía aquí un grupo incalculable de devotos que durante siglos habían celebrado sacrificios dirigidos a una multitud de dioses, que podían llamarse Zeus o Artemisa o, como aquí, Yaribol o Aglibol. Ha desaparecido el animal para la inmolación. Quedan los dos cuchillos, azules. Y la solemnidad del momento.
    Dura Europos duró seis siglos, bajo los seléucidas, los arsácidas, los romanos. Después, en la segunda mitad del siglo tercero, fue abandonada. Poco a poco la arena la cubrió, hasta que en 1921 el capitán Murphy del ejército inglés, excavando trincheras, encontró las ruinas. Había sido el lugar donde los dioses olímpicos o los dioses de Palmira o Mitra o Jesús o Yahvé habían sido representados por igual. Y, en la sinagoga, solo con una «leve modificación del estilo de las pinturas y de las esculturas paganas de Dura». En aquella ciudad de caravanas, las cosas divinas solo podían ser representadas en una misma lengua, similar a la lengua franca que usaban los mercaderes de paso.
    Entre el hombre joven con barba que sujeta un rollo de la Torá, en la sinagoga, y el sacerdote de mirada penetrante con alto gorro cónico, alargado hacia lo alto, en el Templo de los dioses de Palmira, había una evidente afinidad, como entre parientes cercanos. Los templos que se representaban en los frescos eran de tipo greco-sirio. Ninguno recordaba el Templo de Jerusalén. Amiano Marcelino cuenta que el emperador Juliano, durante su malhadada expedición a Persia, de la que no volvió, cazaba leones entre las ruinas de Dura Europos.
  • Zakarias Zafrafez uma citaçãohá 7 dias
    No hay figura de la pintura antigua que tenga más fuerza que el sacerdote oficiante, cubierto por una larga túnica de lino blanca y un gorro cónico, también blanco, en el fresco del templo de los dioses de Palmira en Dura Europos. Si hay una mirada que pueda petrificar, es la suya. Junto a él, considerablemente más abajo, está Conón, el donante. «Que se recuerde a Conón, hijo de Nicóstrato» es la inscripción que se lee sobre su cabeza.
    Más que al solicitante, al que no se olvida es al sacerdote que oficia el sacrificio. Según Cumont «sus rasgos étnicos son marcados con tal precisión que se creería estar viendo el retrato de un jeque beduino. El rostro es de una delgadez huesuda, con la nariz aguileña: bigotes finos caen sobre las comisuras de la boca y una barba corta termina en dos puntas afiladas. Bajo las cejas, muy arqueadas, los ojos, cuyo contorno está acentuado por un trazo negro, se abren en forma de almendra, y el iris se encuentra parcialmente escondido bajo el párpado superior, de tal manera que, bajo este cerco oscuro, aparece la córnea blanca, lo que da a la mirada, dirigida hacia lo alto, una expresión como de éxtasis». Descripción detallada, aunque es pura conjetura que el oficiante tenga «una expresión de éxtasis». Solo se puede afirmar lo siguiente: esa mirada, que parece provenir de un lugar remoto, tiene una gravedad de ultimátum y traspasa al espectador como las puntas de las hojas azules con destellos blancos de los dos cuchillos sacrificiales que el mismo oficiante sostiene con la mano izquierda, sobre un plato metálico. La mano derecha está sumergiendo una caña en un jarrón largo con tres pies. Junto al oficiante, «una inscripción daba su nombre, pero solo se puede descifrar con seguridad la palabra “hieréus”, “sacerdote”».
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    Para los judíos, la segunda destrucción del Templo de Jerusalén fue también un magnífico e insospechado pretexto para librarse de la tarea del sacrificio cruento. Una enorme amnesia envolvió gradualmente una gran parte del pasado. Solo quedó como huella –pero una huella profunda– la obligación de consumir comida kosher. Ninguna otra comunidad prestó tanta atención a evitar la sangre, pese a que, durante largos siglos, la hubiera exigido imperiosamente como elemento del culto. De este modo, fue destruido lo que había sido el fundamento del acto: comer carne era admisible para los hijos de Israel a condición de que el acto viniera precedido por un sacrificio cruento, en el que la sangre bañaba el altar y se derramaba por debajo, entre los pies del oficiante. La prohibición de comer carne con sangre no se transmitió de los judíos a los cristianos. Es más, lo que era suculento, y por tanto cargado de sangre, se volvió cada vez más apetitoso. El ayuno del viernes fue cuanto sobrevivió en este enorme ejercicio de eufemización.
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    Nunca se sabrá con certeza qué sucedía en las ceremonias mitraicas. Es cierto, en cambio, que sobre todo entre los siglos segundo y tercero –y rozando el cuarto, como todos los ritos paganos– innumerables y oscuros devotos se habían entregado a una única imagen salvadora: la matanza de un toro engalanado con el dorsuale bordado que correspondía a los animales que se iban a inmolar. Y el que mataba era un dios. «Et nos servasti aeternali sanguine fuso», «También a nosotros nos has salvado derramando sangre eterna», se lee en la inscripción pintada en el mitreo de Santa Prisca en el Aventino. Una vez más se planteaba la pregunta fundamental y nunca contestada sobre el sacrificio: ¿por qué toda salvación debía ser precedida por una muerte?
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    Ahora, sin embargo, parecía que aquel gesto encontraba siempre –además por razones distintas y en ocasiones opuestas– una resistencia, un obstáculo. Pero pueblos como el griego y el judío, que bien poco tenían en común –y Juliano se enorgullecía de ello–, habían acostumbrado, durante cientos de años, quemar animales enteros sobre un altar. Los griegos lo llamaban «holókauston», los judíos lo llamaban «olah». Para los unos y para los otros se trataba de ceremonias imprescindibles. Pero ahora, en una prodigiosa convergencia, y siempre por motivos que no parecían tener nada en común, paganos, cristianos y judíos coincidían en evitar esos ritos.
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    Pasar del acto al «recuerdo» fue el arma invencible de los cristianos y Juan Crisóstomo aisló ese gesto con icástica seguridad. Debía ser un doble recuerdo: de un hecho único y fechable –la muerte de Jesús en la cruz– y de una metamorfosis proclamada –el pan y el vino se convertían en el cuerpo y la sangre de Cristo y se comían y bebían–. Hacía falta recordar dos actos, los únicos inevitables e intrínsecamente conectados: la muerte y la consumición. Pero esto último dependía de una única frase transformadora. Sin aquella frase, habría sido un acto cotidiano cualquiera. Los dos actos fundamentales del sacrificio –la muerte y la comunión– se escindían, en direcciones opuestas. La muerte no sucedía sobre un altar sino en un lugar establecido para las condenas a muerte. La comunión no implicaba que se comiese el cuerpo de la víctima, sino otra sustancia que sustituía a aquel cuerpo y en la que ese cuerpo se había transformado. El ser divino era asesinado y comido, pero según una modalidad que no tenía precedentes. Y solo esa modalidad tenía que ser recordada, para siempre. Había además otro punto nuevo e irritante: la victima debía ser consumida con su sangre, contrariamente a la ley proclamada por Elohim a Noé.
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    No obstante, se interponía un molesto obstáculo para volver a este estado: los cristianos, doblemente herejes según Juliano: hacia los paganos y hacia los judíos, porque «han abandonado a los dioses siempre vivos por el cadáver del judío». Y al mismo tiempo se alejan de las tradiciones judías usando trucos pueriles, como ese de la «circuncisión del corazón», que era preferible (y, por lo tanto, debía sustituir) a la de la carne, la única prescrita por Abraham. En cuanto a los sacrificios, o se atrincheraban hipócritamente tras el argumento de los judíos, según los cuales no se podían celebrar tras la destrucción del Templo, o incluso hablaban de un «nuevo sacrificio». Pero entonces, objetaba Juliano, «¿por qué no sacrificáis, visto que habéis inventado vuestro propio sacrificio y no necesitáis a Jerusalén?». Sobre este punto, del que todo dependía, a Juliano le respondería con vehemente elocuencia su contemporáneo Juan Crisóstomo, que revindicaba el sacrificio cristiano como «sacrificio inagotable» y «cotidiano», porque «nosotros ofrecemos a la misma persona, no un carnero hoy y otro mañana». La diferencia insalvable era la que había entre la sangre del animal, derramada cada día sobre el altar, y la sangre del dios, derramada una sola vez sobre la cruz. Para Juliano era una respuesta sofística. Para Juan Crisóstomo era la transición irreversible de aquello que se realiza con el gesto a aquello que «se realiza en recuerdo [anámnēsis] de aquello que se ha realizado entonces».
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