No hay figura de la pintura antigua que tenga más fuerza que el sacerdote oficiante, cubierto por una larga túnica de lino blanca y un gorro cónico, también blanco, en el fresco del templo de los dioses de Palmira en Dura Europos. Si hay una mirada que pueda petrificar, es la suya. Junto a él, considerablemente más abajo, está Conón, el donante. «Que se recuerde a Conón, hijo de Nicóstrato» es la inscripción que se lee sobre su cabeza.
Más que al solicitante, al que no se olvida es al sacerdote que oficia el sacrificio. Según Cumont «sus rasgos étnicos son marcados con tal precisión que se creería estar viendo el retrato de un jeque beduino. El rostro es de una delgadez huesuda, con la nariz aguileña: bigotes finos caen sobre las comisuras de la boca y una barba corta termina en dos puntas afiladas. Bajo las cejas, muy arqueadas, los ojos, cuyo contorno está acentuado por un trazo negro, se abren en forma de almendra, y el iris se encuentra parcialmente escondido bajo el párpado superior, de tal manera que, bajo este cerco oscuro, aparece la córnea blanca, lo que da a la mirada, dirigida hacia lo alto, una expresión como de éxtasis». Descripción detallada, aunque es pura conjetura que el oficiante tenga «una expresión de éxtasis». Solo se puede afirmar lo siguiente: esa mirada, que parece provenir de un lugar remoto, tiene una gravedad de ultimátum y traspasa al espectador como las puntas de las hojas azules con destellos blancos de los dos cuchillos sacrificiales que el mismo oficiante sostiene con la mano izquierda, sobre un plato metálico. La mano derecha está sumergiendo una caña en un jarrón largo con tres pies. Junto al oficiante, «una inscripción daba su nombre, pero solo se puede descifrar con seguridad la palabra “hieréus”, “sacerdote”».