—Bueno, parece que ya funciona —responde—. No pasa nada, Katniss. —Asiento, pero los sonidos no paran—. ¿Katniss? —Ahora es Peeta el que está preocupado por mí, lo que hace que la situación sea todavía más demencial.
—No pasa nada, son sus hormonas —interviene Finnick—. Por el bebé. —Levanto la mirada y lo veo en cuclillas, aunque todavía jadeando un poco por la subida, el calor y el esfuerzo de traer a Peeta de entre los muertos.
—No, no es... —empiezo, y me interrumpe una ronda aún más histérica de sollozos que no hacen más que confirmar lo que ha dicho sobre el bebé. Me mira a los ojos y le lanzo una mirada furiosa a través de las lágrimas. Es una estupidez que sus esfuerzos me fastidien tanto, lo sé. Sólo quería mantener a Peeta con vida; él ha podido y yo no, y debería agradecérselo. Y se lo agradezco, aunque también estoy furiosa, porque eso significa que nunca saldaré mi deuda con Finnick Odair. Nunca. Y así, ¿cómo voy a matarlo mientras duerme?
Esperaba verle una expresión irónica o de petulancia, pero, curiosamente, parece inquisitivo. Mira a Peeta y me mira a mí, como si intentara averiguar algo, y después sacude la cabeza, como si quisiera despejarla.
—¿Cómo estás? —le pregunta a Peeta—. ¿Crees que puedes seguir avanzando?
—No, tiene que descansar —respondo. Me moquea la nariz y no tengo ni un trocito de tela para sonármela. Mags arranca un poco de musgo que cuelga de una rama y me lo da. Estoy demasiado destrozada para cuestionarlo. El musgo resulta agradable, absorbente y sorprendentemente suave.
Veo un brillo dorado en el pecho de Peeta. Se trata de un disco que le cuelga de una cadena al cuello. Lleva grabado mi sinsajo.
—¿Es tu símbolo? —le pregunto.
—Sí, ¿te importa que usara tu sinsajo? Quería que fuésemos a juego.
—No, claro que no me importa —respondo, obligándome a sonreír. Que Peeta aparezca en la arena con un sinsajo es tanto una bendición como una maldición