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Jon Anderson

La caída de Bagdad

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    –¡Un millón de niños iraquíes muertos! –gritó–. ¿Qué clase de personas son los americanos? ¿Es que somos pieles rojas a los que hay que eliminar? ¡Estamos hablando de un auténtico genocidio! ¡Ni siquiera Hitler se atrevió a tanto! Yo creo que ni siquiera nos consideran seres humanos. Si en Estados Unidos muriera un millón de gatos o perros, estoy segura de que habría un gran escándalo, ¡pero nuestra suerte no le importa a nadie porque somos iraquíes! Esto es un crimen, lisa y llanamente, un genocidio, un genocidio de los americanos. –Al Sadún concluyó con amargura–: ¿Sabe una cosa? Con el tiempo, he llegado a detestar la palabra «democracia», pues Estados Unidos insiste en que nos está bombardeando y matando a nuestros niños para traernos la democracia y los derechos humanos. ¡Si ésa es su idea de democracia, no la queremos! Los americanos tendrán más aviones y misiles, pero nosotros somos un pueblo civilizado. De hecho, somos más civilizados que ellos
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    del primer código de leyes, compilado por Hammurabi, cuyo principio rector, el «ojo por ojo», se convertiría en determinante para toda la eternidad. Alejandro Magno murió en Irak, igual que el yerno del profeta Mahoma, el imán Alí, y que el hijo de Alí, Husein, ambos reverenciados por los chiíes. En Irak nació Nabucodonosor, así como Saladino el Conquistador y el patriarca bíblico judío Abraham. Me parecía una ironía cruel que, con semejante historial, los iraquíes hubieran acabado gobernados por Sadam Husein.
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    Quienes vienen de Occidente, donde la realidad consiste en el hoy y el mañana y el pasado carece de importancia y apenas existe, se equivocan al aplicar a Irak el mismo rasero. Aquí el pasado ha originado el presente y sigue formando parte de él. Aquí crearon a los primeros dioses con rostro humano. Había dioses para el agua, para la agricultura y todo lo demás. Yo los veo como a ministros de Sadam. Aquellos dioses eran el vínculo entre el cielo y la tierra, lo que originó una tradición de tratar a los monarcas como a dioses. El carácter divino se basa en la mezcla del cielo y la tierra. Quizá esto explique lo que usted está viendo en Irak
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    Para la mayoría de los iraquíes, Sadam era una eminencia omnipresente, omnisciente y todopoderosa que vivía entre ellos pero que escapaba por entero a su comprensión. Como los súbditos de una divinidad iracunda, le rendían pleitesía para conseguir su atención, su compasión y su piedad. Escogiendo sus palabras con mucho cuidado, un escritor iraquí me sugirió que estudiase la antigua Mesopotamia a fin de entender el culto a Sadam:
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    Burt Lancaster y Clark Gable–, pero Sadam había reemplazado a todos sus viejos ídolos.
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    Mojaled Mujtar, un hombre de mediana edad, con el pelo revuelto a lo Einstein, que en 2000 me habló con orgullo de su trabajo de doce horas diarias como director del Centro de Artes Sadam, un enorme edificio de hormigón grisáceo y estilo Nuevo Islámico que formaba parte de un gran complejo de construcciones similares erigido en el corazón de la vieja Bagdad. Conté seis retratos distintos de Sadam en el espacioso despacho de Mujtar, atestado de objetos artísticos. Me explicó que amaba su labor de mecenas oficial de los artistas iraquíes, en la cual contaba con el pleno apoyo del presidente Sadam Husein.
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    En la pared de un edificio, se sucedían ocho Sadams sonrientes e idénticos, en una repetición fetichista no muy distinta del Díptico de Marilyn de Warhol.
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    Cada una de las misivas había sido escrita con la propia sangre del remitente. Inscrita en letras doradas y grabada en la pared de mármol de la última galería, la llamada Al Abid en homenaje a uno de los misiles balísticos de Irak, se leía una cita de Sadam traducida al inglés: «El tiempo corre por igual para todos los hombres y mujeres, algunos de los cuales dejan la impronta de sus almas nobles y elevadas y otros tan sólo los restos de unos huesos carcomidos por gusanos… Los mártires, por su parte, siguen vivos en los cielos, siempre inmortales en la presencia de Dios. No hay ejemplo más valioso ni sublime que el de ellos».
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    Una pieza muy especial, que el conservador me señaló excitado, era un antiguo fusil de chispa con el cañón largo que, según me explicó, había sido empleada para matar «al famoso espía inglés Leachman». El coronel Gerald Leachman, oficial del servicio de inteligencia británico, coetáneo de T. E. Lawrence y Gertrude Bell, murió de un tiro en la espalda disparado por el hijo de un jeque cuando las tribus iraquíes se rebelaron en 1920 contra el poder colonial. E
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    Una de las creaciones más recientes de Sadam, finalizada después de la Guerra del Golfo, era el Museo del Líder Triunfal. Estaba situado debajo de la nueva torre del reloj de Bagdad, una estructura en forma de samovar que se elevaba en una alta espiral sobre una zona verde próxima a las Manos de la Victoria. En el interior de la torre hueca, un péndulo, inexplicablemente decorado con cuatro Kaláshnikov dorados, oscilaba lentamente sobre un suelo con incrustaciones de mármol. En torno a la base de esta cámara, siete grandes galerías alojaban la ecléctica colección de regalos recibidos en el curso de los años por Sadam de amigos, admiradores y jefes de Estado extranjeros. La primera vez que visité el museo, en 2000, la colección incluía un par de espuelas de montar de fantasía que, según las etiquetas del museo, eran un obsequio hecho en 1986 por Ronald Reagan; un surtido de guayaberas donado por Fidel Castro; un par de colmillos macizos de elefante, regalo del antiguo dictador del Chad, Hissène Habré; un reloj de oro Patek Philippe con diamantes y rubíes engastados, cortesía del sultán de Bahrein, y espadas ceremoniales regaladas por Jacques Chirac y Vladímir Zhirinovski. También había un par de granadas de mano chapadas en oro y una pistola automática a juego, calibre 45, aportadas por Muammar el Gaddafi, así como una preciosa escopeta de dos cañones y mira telescópica, regalo del jefe de los servicios de inteligencia rusos.
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