Ahogo un grito y casi me desmayo en el acto al contemplar el gran agujero rojo de mi brazo, supurando sangre. Es diferente ver una herida en mi propio cuerpo, y ninguna experiencia podría haberme preparado para ello.
—¡Nino! —grita Salvatore, mirándome el brazo y la sangre manando de la herida. Respira con dificultad, y cuando levanta la vista hacia mí, tiene una mirada enloquecida.
Nino viene corriendo, me pone en el brazo un bulto de tela que parece la camisa de alguien y grito.
—A un hospital —ladra Salvatore—. ¡Ahora, Nino!
—¿Y tú, jefe? —pregunta Nino mientras me coge en brazos.
—¡Si no llevas a mi mujer a un hospital en menos de cinco minutos, Nino, acabaré contigo, joder! Carmelo, ve con ellos y llévate a Pasquale. Ahora mismo, joder —grita.
Nino asiente y me saca corriendo hacia un todoterreno aparcado fuera.
Salvatore
Stefano tardó cuarenta minutos en encontrar las llaves de las esposas y soltarme. Cuarenta putos minutos sentado mientras Milene pierde sangre. Disparada. Por mi culpa.
El sonido de un teléfono sonando viene de mi izquierda.
—Es Nino —dice Stefano y me pasa su teléfono.
Me tiembla la mano cuando cojo el aparato y miro la pantalla. Es una herida en el brazo. No debería ser grave, a menos que la bala haya tocado una arteria. El temblor de mi mano se intensifica y solo consigo pulsar el botón de respuesta al tercer intento. Acerco el teléfono a la oreja y cierro los ojos.
—¿Nino?
—Se pondrá bien.
Me agarro al respaldo de la silla y exhalo.
—¿Qué tan grave?
—Algunos daños musculares que deberían curarse bien.
—¿Se recuperará del todo? ¿Sin secuelas?
—Mañana le darán el alta. Tu mujer está bien, jefe.
Corto la llamada y me vuelvo a mirar los cadáveres de los irlandeses esparcidos por todas partes. La mayoría están muertos, pero hay otros aún vivos, gimiendo o jadeando. Al girar la cabeza hacia un lado, fijo la mirada en el hombre que Aldo tiene apretado contra el capó de un coche. ¡Maldito Patrick Fitzgerald! Estaba escondido en su coche mientras arreciaba el tiroteo y luego intentó dispararme cuando todo el mundo bajó la guardia. Solo que la bala alcanzó a mi mujer.
—Un cuchillo —digo sin apartar los ojos del líder de la mafia irlandesa al que solo le quedan unos cientos de latidos en su patética vida.