Esos cadáveres revestidos del hábito de los frailes, se dirigían en procesión por el cementerio de catedral con unos gruesos cirios en la mano y cantando con una voz que parece salía del sepulcro, el oficio de difuntos. Llevaban cargando un ataúd vacío, llegaban a la calle de Don Juan Manuel y volvían con el ataúd, ya con un hombre atado de pies y manos. En el atrio de la catedral había una horca, elevaban en ella del pescuezo al hombre, apagaban los cirios y cantaban el Miserere. Cada semana se repetía esto, y los que por casualidad habían visto esta terrible procesión, regresaban a su casa con fiebre y morían a pocos días.
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Así oí referir el cuento de Don Juan Manuel, en la edad de las ilusiones y del mundo ideal de fantasmas, de espectros y de apariciones. Al cal