A esto me refería al decir que la doctrina atea exige coraje intelectual. Y moral. Como ateo dejas atrás a tu amigo imaginario, renuncias a la garantía reconfortante de una figura paternal celestial que te saque las castañas del fuego. Vas a morir, y cuando tus seres queridos mueran no los volverás a ver. No hay ningún libro sagrado que te pueda decir lo que hay que hacer, ni qué está bien y qué está mal. Eres un adulto inteligente. Debes afrontar la vida y las decisiones morales. Pero ese coraje adulto está revestido de dignidad, lleva la cabeza alta y afronta de cara la cruda realidad. No estás solo: la calidez de tus iguales y un legado cultural que ha dado como frutos no solo el conocimiento científico y el bienestar material que aportan las ciencias aplicadas, sino también el arte, la música, el derecho y el discurso civilizado sobre los principios morales. Puede haber un diseño inteligente de la moralidad y los valores para la vida a cargo de seres humanos inteligentes y reales, de carne y hueso. Los ateos tienen el coraje intelectual suficiente para aceptar la realidad como lo que es: algo maravillosa y sorprendentemente explicable. Los ateos tienen el coraje moral para vivir al máximo la única vida de la que van a disponer; para abrazar por completo la realidad, regocijarse en ella y, en definitiva, hacer cuanto puedan para dejarla mejor de lo que estaba.