Para un científico, la ignorancia es un picor que se desvive por ser rascado a placer. Para un teólogo, la ignorancia es algo que hay que barrer inventando algo con descaro. Si eres una figura de autoridad, como el papa, lo harás meditando en privado y esperando a que se te ocurra una respuesta, que luego embadurnarás como «revelación». O quizá lo hagas interpretando —perdón por usar el término— un texto de la Edad del Bronce cuyo autor era aún más ignorante que tú.