que considera malos, pero el otro, aunque no pueda renunciar a sus inclinaciones y a sus juicios, debe entender y representar tanto las fuerzas del bien como las del mal. La intransigencia del ciudadano no favorece el trabajo del artista.
Pero para llevar a cabo esta búsqueda de verdad, el artista debe liberarse de las preocupaciones por la supervivencia cotidiana. Se le presentan dos soluciones: disponer de un protector y mecenas rico, o poner sus obras a la venta por su cuenta. No es seguro que esta última solución, que será mayoritaria en la época moderna, sobre todo en el caso de los escritores, pero también de los pintores, beneficie demasiado la autonomía y la libertad de su búsqueda. Vivir con la obligación de complacer al público –lo que quiere decir también teniendo en cuenta la opinión común de su tiempo, incluso estereotipos propios de los críticos, que son los legisladores del gusto– puede influir en la actividad creadora de manera más profunda y más dañina que depender de un «jefe», sobre todo si es tolerante y amplio de miras.