Se convirtió en un asesino de forma «banal», por simple gregarismo ante una obediencia despiadada y burocrática. La banalidad del mal no se encuentra en los actos bárbaros y crueles que perpetró, sino en las intenciones que le llevaron a cometerlos. Mientras unos pensaban fríamente en generar una máquina de matar eficaz, la mayoría silenciosa aceptó convertirse en cómplice por motivos banales. He ahí la cara y la cruz de los totalitarismos, según la autora. Y también su advertencia implícita: puede repetirse la maldad porque sus mecanismos de perpetuación no son tan excepcionales, sino que se refieren a carcaterísticas que están persentes en la naturaleza de los hombres.