La búsqueda del placer es intrínseca al ser humano. No distingue épocas ni religiones. Y su debate, milenario. Cuatrocientos años antes de Cristo el filósofo Aristipo abogaba por la libertad total del individuo y por alcanzar la felicidad a través de los placeres, sin límite ni consecuencias. Más de cien años después Epicuro defendía la misma tesis de que debía recurrirse al placer en esa búsqueda de la felicidad, pero disfrutándolo con moderación para evitar el daño de sus excesos. No parece que hayamos avanzado demasiado: ambos sentaron la base filosófica del hedonismo y se mantienen como referentes del debate. Después llegarían la Biblia y los monoteísmos, Adán y Eva escogieron el placer, fueron condenados y con ellos todos por los siglos de los siglos. Para los puritanos no había término medio. Si existía la felicidad para unos seres impuros era la de vivir según las reglas de Dios, bajo su mirada omnipotente e irascible y, por tanto, sin tocarle las narices. Trabajo, familia y adoración como únicas fuentes de placer o el placer de vivir congraciados con Dios, expulsados todavía del paraíso pero perdonados. Sin juegos, sexo ni sustancias. Vivir atravesando el valle de lágrimas. Menos mal que también les vendían con el pack otra vida más allá. Aquella no lo era.