Estaba sentada en la alfombra, delante del cajón abierto donde tal vez pudiera esconderse el papel amarillo, y me quedé mirando a la ventana mientras canturreaba la frase y la deshacía y la volvía a coger por la cola. Estaba atardeciendo. Pasaban unas nubes rosáceas que se movían sin sentir, que sin sentir mudaban el perfil, de consistencia y de color. Todas las formas que iban tomando, a cual más sugerente, eran cuchilladas de fugacidad que clamaban por ser descifradas. Desde siempre, desde el principio de los siglos; un texto variable e infinito como el de nuestros viajes interiores. Viajamos con las nubes que se disgregan y oscurecen, cambiamos con ellas sin darnos cuenta, a tenor de su frágil dibujo condenado a la agonía antes de que nadie lo haya entendido. En las nubes, y nunca en los papeles, está el jeroglífico verdadero.