Diario de una soledad

Desde entonces he hecho grandes esfuerzos para controlarme y, a veces, lo he conseguido. Aun así, había cosas entre X. y yo que no podían resolverse, pues se trataba de un choque no solo de temperamentos, sino de valores fundamentales, de la visión de la vida en sí misma.

«La gente quiere ser como tú y cuando se da cuenta de que no es posible, entonces quiere matarte».

Quizá el mayor regalo que podemos hacer a otro ser humano es desapegarnos de él. El apego, aun cuando lo creamos abnegado, siempre encierra alguna carga para la otra persona.

Hace mucho aprendí que quienes no tenemos familia debemos acudir al hospital en cuanto nos sintamos moderadamente mal, pues

Me he acostumbrado a pensar en accidentes, y a sentir la soledad como una certeza de que, en caso de tener uno, no recibiré ayuda.

el ser civilizado es el animal más cruel, y reconocer que, al detentar un poder absoluto, todos nos convertimos en sádicos (los campos de concentración alemanes, William Calley, etc.),

Tal vez la paciencia es lo último que aprendemos en la vida.

Al final no es la agonía lo que mata —pues la agonía, al menos, requiere un esfuerzo del alma—, sino la vida cotidiana.

¿Demasiado vieja, quizá, para acoger la vida de otra persona y compartir la mía con ella para siempre? Si es así, debo conformarme con lo que tengo... y lo que tengo es una gran riqueza de amistades y un amor absoluto y ardiente por la naturaleza, lo cual no es poco.

La casa está abierta de una forma que no puede darse en una casa donde vive e interactúa una familia. Mi vida, tan espantosamente solitaria casi siempre, interactúa con un montón de gente a quien no conozco y nunca conoceré. Para ellos soy eso que Gide llamaba un être disponible, un ser disponible a causa del aislamiento, de no tener familia.