Cuando Muriel y yo hablábamos, como lo hacíamos, de Naomi y de Genevieve, las dos muertas a los quince años de edad, parecía como si el espíritu de aquellas dos muchachas difuntas se levantara de la tierra, nos bendijera y luego se marchara. Era como si de repente por fin se desvaneciera una especial y terrible soledad.
Hicimos el amor una y otra y otra vez, interrumpiéndonos únicamente para encender las luces cuando la oscuridad empezaba a invadir la habitación y para dar de comer al gato. El sol se puso y subió el vapor,