En la base del cuello comenzaba una cicatriz curva que le bajaba por la columna. A un dedo de distancia había una arruga de bordes irregulares, cortesía de una bala que lo alcanzó justo en el borde del chaleco antibalas. Un trozo de piel pálida deformada que iba desde el hombro izquierdo hasta el ombligo marcaba el lugar donde se había desollado contra el asfalto tras saltar de un coche en marcha. Las cicatrices pálidas se cruzaban aquí y allá, producto de una vida a la fuga, ya fueran causadas por accidentes estúpidos, huidas desesperadas o encontronazos con la escoria local. A lo largo del abdomen había líneas más gruesas que se sobreponían unas sobre otras, causadas por distintos enfrentamientos con los secuaces de su padre mientras huían. Había un motivo por el cual su padre era conocido como el Carnicero: su arma predilecta era un cuchillo de carnicero. Todos sus hombres eran hábiles con un arma blanca y más de uno había intentado acuchillar a Neil como si fuera un cerdo.
Y allí, en el hombro derecho, tenía la silueta impecable de la mitad de una plancha. No recordaba qué había dicho o hecho para irritar a su padre hasta aquel punto. Seguramente había sido tras una de las visitas de la policía local. Ni la policía ni los federales tenían nada concreto contra su padre, pero se pasaban por allí tan a menudo como podían con la esperanza de encontrar algo. Neil solo tenía que estar callado y quieto hasta que se marcharan. Imaginaba que aquel día se removió demasiado, porque en cuanto se hubieron ido su padre le arrancó la plancha de la mano a su madre y le pegó con ella. Aún recordaba el aspecto de su piel al quedarse pegada al metal
Que cojones.
Pobre muchacho.