El loco de Dios en el fin del mundo

—¿Javier Cercas?

—Sí —contesté.

—Soy Jorge Bergoglio —dijo, con su afonía inconfundible y su inconfundible acento porteño—. El papa Francisco. Viajamos juntos a Mongolia, ¿se acuerda?

¿Y si es ésa la razón auténtica por la que, pasada la primera perplejidad por el fallecimiento de mi padre, mi madre forjó con el respaldo de su fe la certidumbre de que volvería a estar con él después de muerta, porque rechazaba su muerte, porque se negaba en redondo a aceptarla, porque furiosamente afirmaba su amor constante más allá de la muerte? ¿Y si la resurrección de la carne y la vida eterna fueran la máxima forma de insurgencia al alcance de los hombres, la rebeldía superlativa? ¿Y si en eso consistiera la victoria suprema de Cristo, en haber postulado que no estamos aquí para aceptar la muerte sino para sublevarnos contra la muerte? ¿Y si lo imposible es cierto?

¿Y si es verdad?, me pregunto. ¿Cómo tener la certeza de que no lo es? ¿Lleva razón Hannah Arendt cuando dice que los ateos somos «necios que pretenden saber lo que ningún ser humano puede saber»? ¿Y si es Francisco quien lleva razón? ¿Y si llevan razón mi madre y mi padre y don Florián y el padre Ernesto y los demás soldados de Bergoglio? ¿Y si la vida verdadera no es la que he vivido hasta ahora sino la que viviré tras la muerte, igual que la vida verdadera es la vigilia y no el sueño, aunque el sueño parezca vigilia mientras duermo? ¿Y si Nietzsche se equivocaba y el cristianismo no es una negación de la vida sino una rebelión contra la muerte y por eso la resurrección de la carne y la vida eterna están en su centro —igual que pedazos ardientes de lava en un cráter activo—, porque representan la afirmación de la vida más allá de la vida, más allá de la muerte? ¿Y si el cristiano de verdad no es quien cree en la resurrección de la carne y la vida eterna para consolarse de la muerte o por temor a la aniquilación, sino porque rechaza la muerte y se rebela contra la aniquilación y rotundamente se niega a morir y exige vivir más, más tiempo y más a fondo, hasta el fondo del fondo del tiempo?

Sentado entre mi mujer y mi madre en Can Xifra, observando la mirada inquisitiva del papa, vuelvo a recordar que medio siglo atrás, cuando Bergoglio era rector del Colegio Máximo de San Miguel, en Buenos Aires, sus alumnos le atribuían una facultad exclusiva de ciertos santos: se denomina «cardiognosis» y permite leer el corazón (el propio y el ajeno).

(«Creo en mi dolor, infecundo por el egoísmo, en el que me refugio. / Creo en la mezquindad de mi alma, que busca tragar sin dar… sin dar»)

Señalando la cámara, explico que no me puse a grabar en cuanto me senté junto a Bergoglio, para no abrumarlo de entrada. —«Santidad», le dije, «¿sabe que fue usted protagonista del mejor titular de la Historia?» «¿De veras?», preguntó Bergoglio. «Sí», contesté. «Se publicó justo después de que le nombraran papa y usted saliera al balcón de la basílica de San Pedro diciendo aquello de que casi le habían ido a buscar al fin del mundo… Bueno, pues un periódico gratuito colombiano tituló al día siguiente: “Argentino, pero modesto”».

—Sí, pero la fe en la inmortalidad existía ya en la filosofía griega —me interrumpe—. No es una novedad cristiana.

—No, claro, está en Platón. Pero el cristianismo la renueva y le da una dimensión…

—Es cierto —vuelve a interrumpirme—. Lo que pasa es que, durante mucho tiempo, eso pasó a ser casi el eje del cristianismo: si te portas bien, te vas al cielo; si te portas mal, te vas al Infierno. Pero ¿ése es el eje del cristianismo? No. Eso era una forma de usar el miedo a la muerte que tenía la gente: había tantas pestes, la gente moría tan joven…

Si yo fuera el Gran Inquisidor de Dostoievski me horrorizaría escuchar al Gran Inquisidor de Bergoglio recurriendo a un poema erótico para explicar el máximo don de Dios; pero, como no lo soy, me digo que eso es exactamente lo que ha hecho siempre la gran literatura mística, del Cantar de los Cantares a santa Teresa y san Juan de la Cruz: usar el erotismo para alabar a Dios, el amor humano para describir el amor divino.

Luego me sumerjo en la biografía de san Francisco de Asís escrita por Chesterton, que me había traído conmigo a este viaje y que, hasta ahora, apenas había tenido tiempo de abrir. Como es natural —porque no somos nosotros quienes leemos los libros sino los libros quienes nos leen a nosotros—, todo lo que encuentro en sus páginas parece referirse al papa, a Mongolia, a los misioneros de Mongolia, a mí mismo.

Entonces recuerdo a Montaigne, que escribió: «Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás».