Ahí estaban los dos: un par de alcohólicos infelices de lo más corriente, ella con sus zapatos de tacón alto color rosa, él con su americana cruzada, vestidos como para una boda, y se disponían a entrar en una fiesta de un modo casi inocente. Eran la hermana altísima de mamá, Jean, y su marido, Ted, que tenía un negocio de calefacciones que se llamaba Calentadores Peter. La escena les dio en las narices como una bofetada: su cuñado, conocido como Harry, se estaba rebajando a mostrarse en trance delante de sus vecinos. Jean hizo un esfuerzo para dar con las palabras adecuadas, quizá lo único por lo que había hecho un verdadero esfuerzo en su vida, pero Eva se llevó los dedos a los labios y la boca de Jean se fue cerrando lentamente, como el puente de la Torre de Londres. Los ojos de Ted recorrieron la habitación en busca de una pista que explicara lo que estaba ocurriendo. Entonces me vio y yo le saludé con un ademán de cabeza. Estaba desconcertado, pero no enfadado, como tía Jean.