Loba

El cuerpo era tan tirano como el corazón, y él no quería ser esclavo del deseo.

El placer, puro placer humano, lo avasallaba. Solo mirar el perfil de esa tierna fiera amansada por el amor lo aturdía.

Quedaron frente a frente. Eran dos solitarios, desamparados y aturdidos en la noche helada; dos ilusos que habían creído que poseían más fuerza y más crueldad de la que tenían.

Su propia muerte lo esperaba escondida en un pliegue del tiempo, y no había nada más verdadero que esa espera.

–Lo que los hombres llaman el destino... –contestó Erec–. Son fuerzas con las que no se comercia, ante las cuales la magia y la vida se inclinan.

Cada quien es hijo de sus actos... –dijo Munin.

No maté a nadie, a nadie. Fui a la guerra y regresé con las manos limpias de sangre. Soy libre, pensó Soledad.

Ella amaba el amanecer, el diario comienzo, la luz que fundía la bruma y revelaba el mundo; pero esa noche era más loba que nunca y la luna le descubría mucho que ignoraba de sí misma.

Era, y ser le bastaba.

Pero le quedaba la alegría de ser ella, ella, quien remediara el mal que su padre y el mago habían hecho. Sintió una fugaz alegría. No he matado a nadie. Jamás, se dijo.