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Álvaro Enrigue

Tu sueño imperios han sido

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    Entonces se levantó del suelo y se vio soñando. Se rascó la cabeza. Soñaba que soñaba. Mentalmente se veía soñar que soñaba y también podía verse soñar que soñaba. Se recordaba soñando ya y también viéndose que soñaba. Y se veía recordando que se veía soñar.
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    Al principio el capitán general tartamudeaba, daba vueltas inútiles. El emperador, que trataba de seguir el batidillo, lo asistía haciéndole preguntas. Entonces, aunque era un dios, ¿lo sacrificaron? Acotó: Nosotros echamos a Quetzalcóatl, pero no lo sacrificamos, no somos tan tontos. O: ¿Y por qué lo sacrificaron en Xeluhalén? ¿Has estado ahí? Tlacaelel podía ver a Moctezuma viendo lo que decían los traductores que decía Cortés, que por su parte se iba emocionando y se iba volviendo más y más elocuente
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    Tlacaelel lamentó no haberse tomado siquiera un té mágico para poder gozar de lo que dijera el Malinche como lo iba a disfrutar el tlatoani. Cuando los cantos se aprendían en el calmecac, todos atendían a la sesión de estudio un poquito hasta la madre de jitomatitos mágicos, de modo que lo dicho por el instructor se escuchaba y se veía al mismo tiempo. De su boca salía una voluta que se iba transformando en un animal, un dios, un antepasado.
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    octezuma tardó en centrarla porque venía de muy lejos. Cuando la vio bien definida, no pudo entenderla: Era yo escribiendo esta novela en un jardín de Shelter Island.
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    tienes que entenderlo haya sido el que haya sido.
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    Los mexicas suponían que los dioses andaban por el mundo. Pensaban, a diferencia de sus colegas europeos, que vivían, como ellos, en el tiempo, pero eran etéreos –de ahí que se atascaran de alucinógenos en los festivales: para asomarse a verlos. No les rezaban con letanías, sino con cosas que subían.
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    Visto desde nuestro siglo XXI, un siglo aterrado por la finitud del cuerpo, un templo así resulta sobre todo descarado. Para un español del siglo XVI, que había presenciado guerras y autos de fe, que había visto a los rebeldes de su tiempo morirse, pudrirse y secarse en jaulas colgantes a las puertas de sus ciudades, debió ser también asombrosamente higiénico en su presentación de lo que la vida tiene necesariamente de macabro. Los pisos blancos, los muros blancos, las calaveras peladas ya blancas, todo santificado por la geometría. No era una representación ejemplar del dolor al que conduce un error de conducta, sino un dibujo de las cosas como son: adentro tenemos una calavera, es lo que va a quedar cuando nos vayamos, gracias por participar.
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    Visto desde nuestro siglo XXI, un siglo aterrado por la finitud del cuerpo,
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    Habría sido estupendo, para efectos literarios, que mientras Caldera veía el huei tzompantli, arrobado por el estupor perverso que le generaría ese espectáculo sobre la banalidad de la vida, se levantara una brisa: el castañeteo de calaveras y vértebras se convertiría en un zumbido, un rugido, un estruendo de flautas y cascabeles, tal vez la música de la depravación de una casta sacerdotal y una clase política ungidas por el miedo, pero también una prodigiosa reflexión formal sobre los cimientos de cualquier sistema de pensamiento religioso: no duramos.
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    La habría visto no como una proliferación de torres, que fue como la vieron sus contemporáneos europeos, sino como un signo, una meditación –que es lo que era–: variaciones arquitectónicas sobre el descenso y el ascenso, sobre el viaje de lo terreno –material y pesado como las bases de los templos– a lo aéreo: los templos mismos –asentados arriba de las pirámides. Formas como escaleras para ir perdiendo masa camino al piso de los dioses.
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