Visto desde nuestro siglo XXI, un siglo aterrado por la finitud del cuerpo, un templo así resulta sobre todo descarado. Para un español del siglo XVI, que había presenciado guerras y autos de fe, que había visto a los rebeldes de su tiempo morirse, pudrirse y secarse en jaulas colgantes a las puertas de sus ciudades, debió ser también asombrosamente higiénico en su presentación de lo que la vida tiene necesariamente de macabro. Los pisos blancos, los muros blancos, las calaveras peladas ya blancas, todo santificado por la geometría. No era una representación ejemplar del dolor al que conduce un error de conducta, sino un dibujo de las cosas como son: adentro tenemos una calavera, es lo que va a quedar cuando nos vayamos, gracias por participar.