Kentukis

La gente pagaba para que la siguieran como un perro el día entero, querían a alguien real mendigando sus miradas.

Ella no tenía un plan, nada que la sostuviera ni la protegiera. No tenía la certeza de conocerse a sí misma ni tampoco sabía para qué estaba en este mundo. Ella era la mujer de él.

«Regular» no era organizar, sino acomodar las reglas a favor de unos pocos.

Si ser anónimo en las redes era la máxima libertad de cualquier usuario —y además, una condición a la que ya era casi imposible aspirar—, ¿cómo se sentiría entonces ser anónimo en la vida de otro?

fin y al cabo, los libros estaban ahí, tan toscos y permanentes que a veces Marvin jugaba a abrirlos despacio, como reliquias de una civilización anterior. Pero siempre volvía al kentuki, a esa eterna noche oscura donde casi nunca pasaba nadie.

Si ser anónimo en las redes era la máxima libertad de cualquier usuario —y además, una condición a la que ya era casi imposible aspirar—, ¿cómo se sentiría entonces ser anónimo en la vida de otro?

«Regular» no era organizar, sino acomodar las reglas a favor de unos pocos.

Marvin había dicho «juro ante Dios permanecer tres horas al día frente al escritorio rodeado de libros», pero no había dicho nada de estudiar, así que no estaba faltando a ningún juramento, y su padre tardaría meses en descubrir que había instalado un kentuki en la tablet,

Un «amo» no quiere saber lo que opinan sus mascotas. Lo comprendió enseguida, era una trampa.

Quizá, después de todo lo que había pasado con la conexión 47, no había perdido tanto.