Me llamo Grace Peterson y nací para salvar a mi hermana…». Luego siguen otras en las que hablo de mi infancia, de aquella respuesta que repetía sistemáticamente «de mayor quiero ser un tiranosaurio que aplaste cabezas» y continúo con «siempre me he sentido un círculo en un mundo de muchos cuadrados, pero me niego a moldear mi forma redondeada para volverla recta». No añado que creía haber encontrado a otro círculo y que juntos podríamos haber rodado vida abajo y más allá. Y sigo. Sigo. Hablo de las cosas que cuando era pequeña ya me parecían bellas, como las piñas que cogía para el abuelo, los anillos y las vetas de madera, los esqueletos de las hojas o los caparazones de los caracoles. Hablo del instituto y de las únicas clases que no deseaba perderme por nada del mundo. Hablo del caos de ahora, del regocijo en el vacío y el dolor, del juego que mi hermana hizo para mí, de los sueños olvidados, de la lista de cosas que me gustan y de la incómoda sensación de tener una cerilla en la mano, pero ser incapaz de encenderla.
Sigo cabreada cuando doblo el papel. Estoy cabreada con el mundo, conmigo misma y con Will. Encuentro un sobre y lo meto dentro. Lo cierro. Busco una dirección en internet, pero no me tomo la molestia de mirar los requisitos ni cómo funciona el proceso de admisión. Y después salgo de casa, en plena madrugada, camino hasta el único buzón de correos que hay en el vecindario, a varias manzanas de distancia, y vacilo unos segundos cuando llego delante. Porque, veamos, ¿a quién se le ocurre escribir una solicitud para estudiar Historia del Arte en una universidad de San Francisco instantes después de un desengaño amoroso y poco antes del amanecer? Pues a mí. Pum. Lo meto dentro. Ya está, se acabó, lo he hecho. La única manera de evitar que esa carta llegue a su destino