Cartas escritas en Suecia, Noruega y Dinamarca

Todos los habitantes de la capital pertenecen a un mismo género y, para advertir la variedad de las especies, debemos buscar en los lugares donde las personas habiten tan separadas unas de otras que permitan que las diferencias del clima surtan sus efectos naturales.

Pero con respecto a los habitantes del campo, cuando mi ingenio se hastía de los falsos modales, busco consuelo al unir las ventajas de una vida culta con la interesante sinceridad de la inocencia y olvido la languidez que engendra de manera tan natural la ignorancia.

Incluso la belleza del mundo natural me resulta más atractiva ahora que en mi juventud, porque mi interacción con el mundo se formó sin que se viciara mi sentido del gusto.

Y encuentro tanto placer en amar a mis semejantes y encontrarme con estos afectos sinceros cuando se manifiestan. Sin embargo, mi buen amigo, empiezo a pensar que no me gustaría vivir por siempre en el campo, con gente tan estrecha de mente y de miras.

Estoy sola, hasta que por alguna suerte de compasiva emoción involuntaria –similar a la atracción o la adhesión– siento que aún soy parte de un poderoso todo del cual no puedo separarme.

Mis sentimientos temblaban al borde del éxtasis, y la agonía afilaba las sensacio-nes de forma que me hacía sentir más viva que de costumbre.

Me quedé contemplando la quie-tud de toda la naturaleza: las piedras, incluso más oscuras ahora, parecían participar del reposo general, y dejaban caer su propio peso sobre su base ¿Qué es este principio activo que me mantiene despierta a pesar de todo? ¿Por qué se van volando mis pensamientos hacia otro lado cuando aquí todo parece sentirse como en casa?

le hice mal honor a algunos de sus platillos porque no me gusta la cantidad de azúcar ni las especias que le ponen a todo.

Miré a mi alrededor extasiada, y volví a sentir ese placer espontáneo que hace creíble la esperanza de ser felices y que había sentido antes, hace mucho, mucho tiempo. Me olvidé de los horrores de los que había sido testigo en Francia, ésos que habían sumido al mundo natural en penumbras, y presa del entusiasmo que me caracteriza con demasiada frecuencia –¡oh, Dios mío!–, humedecida por las lágrimas del afecto defraudado, mi cuidado tomó vuelo para reanimarme mientras una franca sensación de comunión ensanchó mi corazón.

Ya más cerca de este paraje retirado del mundo, donde los extraños, en particular si son mujeres, aparecen pocas veces,