Un trato con el rey de los elfos

—Esto es justicia. Mi justicia.

Aparto los ojos y entierro la cara en el pecho de Eldas cuando un horrible sonido crujiente y desgarrador llena mis oídos. Tal vez haya gritado. El brazo de Eldas se aprieta aún más a mi alrededor y el mundo se oscurece mientras me lleva con él a través del Vano.

El rostro del Rey de los Elfos, etéreo, apuesto, joven, duro como un diamante, es tan bello como aterrador. Es como una flor venenosa: deslumbrante y letal.

—Si tuviese semejante afinidad, ¿crees que la hubiese mantenido en secreto cuando me hubiera servido para acercarme más a ti?

permitir que no me sintiera tan solo. Por enseñarme todos tus magníficos lados. Por darme algo que no merezco pero que recordaré para siempre. No hablo solo de anoche, sino de todo el tiempo que hemos pasado juntos hasta ahora.

reina, la eterna investigadora.
Mi reina. Las palabras me hacen sentir las rodillas débiles. Ya no me llenan de miedo. Mi reina. Esas dos palabras son casi tan dulces como perderme en el sabor de su boca.

la reina insiste, sería un tonto por enfrentarme a ella.
—Me alegro de que por fin te hayas dado cuenta

que no quiero estar en ningún otro sitio más que aquí.

he descubierto que me gusta mucho justo la mujer que eres. No cambiaría ni una sola cosa.

—Pareces una diosa —me corrige Eldas—. No cambiaría ni una sola cosa de ti, Luella.

—Ha sido suficiente. Tú eres más que suficiente.