Cómo puedo no ser Montgomery Clift

Para que, entre bocadito y bocadito del pastel de zanahoria, convoques a todos nuestros fantasmas y los sientes a la mesa.

Ellos se están muriendo. Todos nos estamos muriendo y por eso tenemos que hacer lo que deseamos. Y lo que yo deseo es hacer teatro. Un deseo estúpido, sí. Como todos los deseos. Todos, sí, todos los deseos.

Y entonces se apagó la luz. Y ya nunca más hubo otra felicidad que ésa, la estúpida dicha de ser otro, la de aquella actriz arrastrando el odio de Medea por los densos charcos del tiempo, escupiendo su amor desde el carro del sol.

Montgomery Clift es un Konstantín Tréplev hermoso pero perdido, más americano que ruso, al que apenas se le oye y que deambula por las tablas como buscando las cámaras». «Deambula». ¡Pues claro que Tréplev deambula! Imbéciles. ¿Adónde se dirige Tréplev?

Porque los personajes en esta obra gritan cuando están fuera de escena y luego el eco de ese grito los empuja al proscenio y allí sueltan las palabras como lágrimas del que ha recibido un puñetazo en el estómago y sigue de pie por dignidad.

«Un actor de cine que se atreve a hacer teatro, el fracasado capricho de Montgomery Clift».

Porque Tréplev no habla para que le oigan sino porque no le oyen.

Hijo de puta James Dean, hasta a morirse me ganas.

Nada es tan perfecto como la pantalla nos hace ver