Mi padre creía que cada año había que hacer una cura de baños de mar. Y nunca fui tan feliz como en aquellas temporadas de baños en Olinda, Recife.
Mi padre también creía que el baño de mar saludable era el que se tomaba antes de la salida del sol. ¿Cómo explicar lo que yo sentía como un regalo inaudito, salir de casa de madrugada y coger el tranvía vacío que nos llevaría a Olinda todavía en la oscuridad?
Por la noche me acostaba, pero el corazón se mantenía despierto, expectante. Y de puro alborozo me despertaba a las cuatro y pico de la madrugada y despertaba al resto de la familia. Nos vestíamos deprisa y salíamos en ayunas. Porque mi padre creía que tenía que ser así: en ayunas.
Salíamos a la calle oscura, recibiendo la brisa que precedía a la madrugada. Y esperábamos el tranvía. Hasta que a lo lejos oíamos su ruido acercándose. Yo me sentaba en el extremo de un asiento, y empezaba mi felicidad. Atravesar la ciudad oscura me daba algo que nunca volvería a tener. En el mismo tranvía el día clareaba y una luz trémula de sol escondido nos bañaba y bañaba el mundo.
Yo lo miraba todo: la escasa gente en la calle, el paso por el campo con sus animales: «¡Mira, un cerdo de verdad!», grité una vez, y la frase deslumbrada se convirtió en una de las bromas de mi familia, que de vez en cuando me decía riendo: «Mira, un cerdo de verdad».