El humanista es un recordador. Camina, lo mismo que un grupo de condenados en el Infierno de Dante, con el rostro vuelto hacia atrás. Anda tambaleándose, indiferente al mañana. El fragmento de lírica griega del siglo VI, el canon de Dufay, los dibujos de Stefano della Bella son el imán de sus pasos, o, como dice el mito inmemorial de la retrospección fatal, son su Eurídice. Esta desorientación (muchos de nosotros hemos experimentado una sutil náusea y perplejidad al salir de un cine en pleno día) puede generar dos reflejos. El primero es un ansia de participación, un intento, en ocasiones desesperado, de meterse en la cálida densidad de «lo real». El destacado intelectual tiende la mano fuera de su retrospectivo aislamiento para agarrar la vida sexual o social o política. Excepto en raros casos –«En cuanto a vivir, eso se lo dejamos a nuestros sirvientes», observaba un esteta francés–, la erudición obsesiva engendra una nostalgia de la acción.