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Ingrid V. Herrera

Lo que todo gato quiere

  • Alanna Mcflyfez uma citaçãohá 4 anos
    No soy hermosa —comenzó—, no soy linda, ni ágil, ni coqueta, ni sociable, ni gran cosa, ni perfecta —hizo una pausa antes de sonreír— pero, sí, te amo —Sebastian la miró con ojos brillantes— y eres lo único que me importaría conservar si estuviera condenada a vivir para siempre en una isla desierta ¿Y sabes qué más? —posó su mano sobre la mejilla de Sebastian rodeando su ojo con el índice y el pulgar como un antifaz— Me encantan tus ojos, pero me encantan más los míos.
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    Eres lo único que me importaría conservar si estuviera condenada a vivir para siempre en una isla desierta.
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    Eres lo único que me importaría conservar si estuviera condenada a vivir para siempre en una isla desierta.
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    miró por encima de su hombro y le regaló una sonrisa tranquilizadora, de esas que son medio de lado… una sonrisa que ella veía a diario, pero en otra persona.
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    —Claro que sí. ¿Acaso te gustaría que Magda se enterara de cada cosa que hacemos?

    Ginger notó que toda la sangre de sus pies, ahora conspiraba en sus mejillas.

    —No… ¡Ay! Eso es diferente, Sebastian.

    Él se rio y le apartó un mechón de la cara.

    —Eres linda cuando se te pone la nariz roja. Pareces Rodolfo, el reno.

    —Qué… ¿halago?
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    —Y dime —se tomó su propia barbilla entre el índice y el pulgar—, ¿era igual de apuesto que el chico que tienes enfrente? —Hizo bailar una ceja de arriba abajo.

    Ginger sonrió de forma juguetona:

    —Oh, sí, sí, sí. Estuve a punto de arrojarme a sus brazos.

    —De acuerdo, eso ya no me gustó…
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    —Me refiero a… no ahora.

    Sebastian sonrió, pero la sonrisa no alcanzó a tocar sus ojos.

    —No, no me mires así —pidió Ginger—. No hiciste nada malo.

    Ella le acarició la mejilla con una mano y entonces pudo ver que el brillo en sus ojos crepitaba de nuevo.
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    —Siete besos. Ahora, si me disculpas…

    Él se acercó a ella con los ojos cerrados y buscó a tientas sus labios. Cuando los encontró, tomó su cara entre las manos, giró lentamente hasta situarse encima de Ginger, pero sin echar todo su peso sobre ella, y apoyó las manos a cada lado de su cabeza y las rodillas junto a sus caderas.
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    —¿Qué haces? —inquirió.

    —Te cuento las pecas.
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    Él puso los ojos en blanco:

    —Bueno, podría hacerle «audiciones» al resto de los alumnos…

    —Nah… —La directora agitó una mano para descartar la idea—. ¡Oh, ya sé! Haga audiciones al resto de los alumnos y seleccione los mejores —repuso sonriente.

    —¡Es lo que acabo de…!

    —No me levante la voz, igualado. —Volvió a tomar asiento y se recolocó las gafas—. Ahora, esfúmese de mi vista, está apestando mi oficina. Shu, shu.
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