Si podemos llegar a acuerdos, colaborar, intercambiar, contratar, subcontratar, hacer proyectos y tener propósitos, ¿por qué tendríamos que prometer nunca nada a nadie? Esta es una de las razones del delirio de la promesa: en realidad, prometemos sin que haga falta. Como Dios, que pudiendo hacer cualquier cosa prefiere prometer. La promesa no se deriva estrictamente de ninguna necesidad. Es un exceso de la palabra que refuerza el vínculo porque lo hace irreversible. Marca el tiempo e inscribe en él una relación cargada de sentido. Lo que pasará después no lo sabemos, la promesa ni niega ni domina la incertidumbre. Pero «pase lo que pase», como dicen los personajes de Mouawad, tendrá que ver con la manera como nos hacemos cargo, o no, de este vínculo que la promesa ha creado y, por supuesto, de quién la haga.