Como un libro sagrado donde minuciosamente; sobre el papel azul oscuro, cada carácter hubiese sido caligrafiado con un baño de purpurina de oro, así también todo eso había sido construido con purpurina de oro sobre el fondo de una inmensa tiniebla. Yo aún no sabía, sin embargo, si la Belleza se confundía con el mismo Pabellón o si era consubstancial a la nada de la noche que envolvía al Pabellón de Oro. Acaso era las dos cosas a la vez. Detalle y conjunto al mismo tiempo, Templo de Oro y noche circundante. Ante esta idea, el enigma que durante tanto tiempo me había atormentado estaba a mitad de camino de su solución. Lo presentía. Al examinar de cerca la belleza de cada detalle -columnas, balaustradas, batientes de las ventanas, puertas de madera labrada, oberturas ornamentadas, techo piramidal… (Hósuiin, Choondó, Kukyochó, Sosei) reflejos del estanque, archipiélago de islotes, pinos e incluso barcas amarradas-, y jamás la Belleza estaba toda incluida en un solo detalle, no terminaba en él; sino que en todos y cada uno se hallaba emboscado, latente, el cebo de la Belleza del detalle siguiente