Memorias de la casa muerta

Me vino a la cabeza una vez la idea de que, si se quisiera machacar, aniquilar a un hombre, castigarle al más horrible de los castigos, hasta el punto de hacer temblar al más terrible criminal, hacerle que sintiera miedo de antemano, bastaría con dar al trabajo un carácter completamente inútil y sin sentido.

Un suboficial con mostacho me abrió por fin la puerta de aquella casa extraña, en la que había de pasar tantos años, experimentar tantas emociones de las que, de no haberlas sufrido en mi propia carne, no habría podido tener siquiera una idea aproximada. Por ejemplo, nunca podría haber imaginado el horror y la tortura que fue para mí el no estar solo ni una sola vez, ni un solo instante, en los diez años de mi condena. En el trabajo, siempre con escolta; en la casa, con doscientos compañeros, y ni una sola vez, ni una sola vez, ¡solo! Además, ¡tuve que acostumbrarme a muchas otras cosas!

En invierno nos encerraban pronto: había que esperar unas cuatro horas a que todos se durmieran. Hasta entonces, todo era bulla, jaleo, carcajadas, tacos, tufo, mugre, ruidos de cadenas, cabezas rapadas, rostros marcados, ropas harapientas. Sí, denostado, degradado... ¡el hombre sobrevive! El hombre es un ser que se acostumbra a todo; esa es, pienso, su mejor definición.

¡Sí, con Dios! La libertad, una nueva vida, la resurrección de entre los muertos... ¡Qué momento tan maravilloso!

–Así que sale libre, amigo Alexánder Petróvich; dentro de nada libre. Nos va a dejar aquí, solo

–Así que sale libre, amigo Alexánder Petróvich; dentro de nada libre.

–Lo que me gustaría saber, amigos, es si a estas horas andarán ya muy lejos...

Llegaron a los barracones.

–¿Y a nosotros qué nos importa? –gruñó B...ski.

En el presidio, la fuerza física es tan necesaria como la moral para soportar todas las incomodidades materiales de esa vida maldita.