Poesía imprescindible

Escucho adentro de mí

un martilleo constante:

es Dios, que está cincelando;

no mi corazón que late.

Todo girando armonioso.

No hay misterio, hay lejanía…

La muerte es una visión

que fulmina en nueva vida.

Dios guarda su plenitud.

Yo solo tengo palabras

y la selva de mi sangre;

pasa el aire por la selva,

Dios en el aire se expande.

Todo es centro y es contorno,

todo es muerte que da vida;

Dios se disfraza de errores

porque él es luz en huida.

Por las vetas de mis huesos

se desliza tu potencia;

en las selvas de mi mente

se petrifica tu ausencia.

Pobre amor que se conforma

con una débil mirada

que se vuelve llamarada

y todo su ser deforma.

Ya solo tiene una norma:

recordar aquellos ojos,

cometas, lagos, abrojos

que lo hieren y lo exaltan,

y que el día que le faltan

son sombras, huecos, despojos.

Ha llegado el hastío,

la tristeza de amar sin ilusión,

el ya maduro estío;

y se ansía otra pasión

que rapte con sigilo el corazón.

No, no es después de la muerte,

cuando eres, Dios, necesario;

es en el infierno diario

cuando es milagro tenerte.

Soledad sola poseo:

opaca, hueca, infinita.

Ni mi sombra me visita,

pues ella salió a buscarte,

y como no pudo hallarte,

volverse conmigo evita.

Hay quienes viven la vida

y hay quienes viven la muerte.

A mí me tocó la suerte

de empezar por la salida.

Me está despedazando

un estéril afán: perpetuarme.

Siempre vivo anhelando…

Como no logro darme,

es imposible conseguir saciarme.