Pienso, por ejemplo, en los cuerpos que quedaron tirados en el desierto después de cada batalla peleada por el salitre en la guerra del Pacífico, el origen del auge lumínico del país.
Pienso en las bajas peruanas.
Pienso en las bajas bolivianas. Pienso en las bajas chilenas. Todas tendidas en la arena,
calcinadas por los rayos del sol.
Pienso en los trabajadores del salitre que tomaron la posta en ese camino por el desarrollo. Pienso en las condiciones inhumanas y ridículas en las que trabajaron para que Chile, entre otras cosas, se iluminara. Pienso en sus demandas laborales.
Pienso en las huelgas que se propagaron desde el norte hasta la brillante capital.
Pienso en la represión, pienso en las matanzas. Inevitablemente pienso en las matanzas. Más cuerpos tirados al sol.
Pienso en los obreros cesantes que emigraron a la capital una vez que las salitreras se cerraron.
Pienso en los campesinos que hicieron lo mismo buscando una oportunidad, tal cual como lo hacen algunos peruanos y peruanas hoy en día. Como lo hacen los haitianos, los dominicanos.
Pienso en el nacimiento de los conventillos.
Pienso en el hacinamiento, en la mugre, en las enfermedades.
Pienso en una ciudad que les dio y les da la espalda.
Pienso en “la cuestión social”, pienso en el problema social, pienso en la diferencia social, pienso en el movimiento social.
Pienso en don Luis Emilio Recabarren y su Partido Obrero Socialista fundado en 1912.
Pienso en mi abuela que tuvo que trabajar desde los catorce años.
Pienso en mi abuela que registró los informes que acordaron la organización de la Central Única de Trabajadores. Pienso en mi abuelo Octavio, su marido, fuera de cualquier organización sindical. Pienso en el carro con el que se ganaba la vida recogiendo cartones y fierros de la basura. Pienso en mis vecinos de Nataniel Cox, la calle donde nací.
Pienso en sus cités, en sus casas sin radier, con suelo de tierra y barro, con calefacción de brasero donde uno de sus hijos terminó quemado, chamuscado como una polilla en una ampolleta.
Pienso en mis compañeros del liceo tirando panfletos a los catorce años.
Pienso en el niño sin ojo apaleado por los carabineros.
Pienso en el nieto de doña Ana González, el pequeño Luis Emilio Recabarren Mena, una fotocopia chiquitita del otro Luis Emilio. Lo pienso huérfano, abandonado en la puerta de la casa de sus abuelos una noche de los años setenta.
Pienso en los hijos de esas mujeres que vienen desde el Perú a trabajar aquí.
Pienso en lo solos que se quedan mientras sus madres, a miles de kilómetros al sur, cocinan y limpian para otros.
Pienso en los niños.
Pienso en las sombras.