Nada se opone a la noche

Durante años, había sentido vergüenza de mi madre delante de los demás, y había sentido vergüenza de sentir vergüenza.

Escribo este libro porque hoy tengo fuerzas para detenerme sobre lo que me atraviesa y a veces me invade, porque quiero saber lo que transmito, porque quiero dejar de tener miedo de que nos pase algo como si viviésemos bajo una maldición, poder aprovechar mi suerte, mi energía, mi alegría, sin pensar que algo terrible nos va a destrozar y que el dolor, siempre, nos esperará entre las sombras.

se habían confiado a mí. Me habían ofrecido sus recuerdos, sus relatos, la idea que tienen hoy de su historia, se habían acercado, en la medida en que les había sido posible, a las fronteras de lo insoportable.

con esa voluntad insensata de no perder nada, de recogerlo todo

sintió crecer dentro de sí un dolor brutal, como si acabase de tragar un cuerpo extraño, una piedra cubierta de tierra o un trozo de vidrio

Buscaba en su rostro las marcas de golpes, las heridas purulentas, las cicatrices recientes. Jean-Marc no tenía tanto aspecto de mártir. De hecho, no llevaba ni escayola ni vendajes ni muletas, no cojeaba ni sangraba por la nariz. ¿Y si no era más que un impostor?

Desde entonces, la idea de la muerte formaría parte de Lucile, una grieta, o más bien una huella, indeleble

la familia feliz y devastada que era la nuestra.

Yo no tenía ni sitio, ni fuerzas.

Lucile murió como lo deseaba: viva.