—Mi soledad son cuatro camas en las que florecían, antaño, cuatro cuerpos de hombre. Camas vacías. Hombres muertos. Mi soledad es una barca que se va resecando en la playa; barca herida, abandonada, que ya no acogerá el saludo de las gaviotas en las alegres amanecidas de los regresos. Mi soledad es el gozoso nombre que ya no podré dar a mis nietos, muertos antes de nacer. Mi soledad es la palabra abuela, que nunca oiré, salvo en el negro abismo de mis sueños. Es ese nieto, hijo de tu hijo, amado mío, que te habría llamado abuelo porque tú tenías tanto derecho a ello como yo. Tú y yo, Pedro querido, hubiéramos buscado cualquier excusa para llamar a ese nieto, abortado antes de que lo concibieran, para que entendiera que se trataba de su nombre, suyo y de nadie más; para que comprendiera que le transmitíamos un nombre de amor que él debía transmitir a su vez, algún día, a su propio hijo, y al hijo de ese hijo, y así hasta el final de los tiempos. Mi soledad es el no que llevo pegado a la piel, como otros llevan una identidad.