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Livros
Diego Vecchio

La extinción de las especies

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    Thomas Lloyds decidió no dar a conocer al público, al menos en lo inmediato, las cartas intercambiadas durante tantos años con Zacharias Spears. No era que le molestaran las confidencias. Había que dejar pasar el tiempo. El presente es el museo del futuro.
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    De aquel encuentro, lo único que Thomas Lloyds había retenido, como si lo estuviera viendo con sus propios ojos, era el botón que cerraba el cuello de una camisa por donde asomaba una mata de pelos. El resto se había esfumado. Y no lo lamentaba. A decir verdad, conviene desconfiar de los recuerdos que se presentan con tanta nitidez. La memoria fabula lo que la percepción recuerda. Trama aquello que la voluntad anhela para hacerla callar. Trama y fabula lo que fue y ya no es, ni volverá a ser, pero que persiste en existir.
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    El resto se había esfumado. Y no lo lamentaba. A decir verdad, conviene desconfiar de los recuerdos que se presentan con tanta nitidez. La memoria fabula lo que la percepción recuerda. Trama aquello que la voluntad anhela para hacerla callar. Trama y fabula lo que fue y ya no es, ni volverá a ser, pero que persiste en existir.
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    En otros tiempos, los palacios siempre dejaban una parte sin acabar. En el lapso de una visita, el cerebro humano es capaz de contemplar y apreciar no más de 20 objetos.
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    Estos estudios demostraron, por otro lado, los límites de las estadísticas, que encierran a todos los visitantes, sea cual fuere su idiosincrasia, en la cárcel de una cifra. De noche, no todos los gatos son negros. No era lo mismo un visitante-hormiga que un visitante-rata, un visitante-pavo-real o un visitante-gallina.
    El visitante-hormiga visitaba el museo en línea recta, escrutando desde todos los ángulos posibles, durante interminables minutos, cada crucifixión, fósil o vasija, para gran desesperación de los visitantes que venían detrás. Con el objeto de rentabilizar al máximo el precio de la entrada, buscaba memorizar hasta en sus menores detalles cada objeto, a fin de poder saborearlo más tarde, en el hogar, una noche de invierno, al lado del fuego, en un rapto de hastío.
    El visitante-rata, en cambio, consagraba a cada sala apenas unos instantes. Ni bien ingresaba, ya estaba saliendo. Avanzaba atropelladamente, trazando un zigzag, sin respetar el orden establecido, olfateando todo lo que le suscitara su curiosidad, mordisqueando un poco de esto o de aquello, dejando de lado sin escrúpulo las obras recomendadas por las guías.
    El visitante-pavo-real iba al museo no para admirar sino para ser admirado. Pasaba más tiempo ante el tocador que en el museo, donde avanzaba bamboleando la bragueta o el corpiño, fingiendo observar con gran interés cada resurrección, pájaro disecado o cabellera escalpada, espiando por el rabillo del ojo a quienes lo escrutaban y sobre todo lo deseaban.
    El visitante-gallina, en cambio, se paseaba por las salas cacareando con otro visitante-gallina, picoteando todo lo que encontrara en su camino, estirando el cuello o girando la cabeza cuando algo centelleaba y atraía su atención, trazando una trayectoria aleatoria, hasta descubrir un matafuegos de dióxido de carbono y sentir que los ojos se le llenaban de lágrimas.
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    La destrucción es la condición de posibilidad de la creación. Para poder adicionar, hay que sustraer.
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    En New Bedford, Massachusetts, fue fundado el Museo The Harpoon.
    El proyecto cuajó un día en que Mr. Brummel, el dueño de uno de los astilleros navales más importantes de la región, se encontraba en The Harpoon, su taberna favorita, leyendo el diario, mientras saboreaba una copa de brandy, cuando un haz de luz que entró por la ventana reverberó contra una cuchara de metal y fue a dar contra su rostro, encegueciéndolo. Súbitamente tomó conciencia de que todo lo que estaba percibiendo en aquel preciso instante –humo, barbas, cráneos calvos– terminaría, tarde o temprano, deglutido por la tierra o el fuego. Le entró pavor. Subiéndose a una mesa, se puso a mascullar, tambaleante:
    –Caballeros...
    Se le acercaron varios marineros, también tambaleantes, en busca de diversión. Mr. Brummel dijo, martillando cada sílaba:
    –¡Desengáñense! Creemos que lo que fue, ha sido y es, seguirá siendo por los siglos de los siglos. Nada menos seguro. Las tumbas ya están abiertas, aguardando nuestra llegada. El abismo sin fondo tiene suficiente lugar para todos. No se apresuren. Nadie escapará al gusano que roe y al hongo que pudre.
    Le rogaron que se callara. Pero Mr. Brummel prosiguió, cada vez más excitado.
    –El fondo del mar está plagado de esqueletos de naves que naufragaron con todos sus tesoros y tripulación. ¿Acaso no han oído hablar de ciudades que en un instante desaparecieron, sepultadas por el barro o la lava, con sus palacios, estatuas, reyes, dioses y gramáticas?
    Así como Nínive, Cartago o Roma se derrumbaron, arrastrando en la caída imperios que se consideraron indestructibles, del mismo modo Londres, París, Nueva York y hasta New Bedford, con The Harpoon y sus risueños bebedores, serían en un futuro próximo un montículo de huesos, escombros y chatarra.
    Por más que fue abucheado, Mr. Brummel continuó el sermón, alzando el tono de voz. Los clientes comenzaron a abandonar el lugar. No era para menos. Yo también habría hecho lo mismo. Cuando el dueño se le acercó, dispuesto a echarlo a las patadas, Mr. Brummel sacó un talonario de cheques y le compró la taberna, los muebles, las mesas de billar, los ceniceros y los periódicos. Ofreció billetes a los parroquianos que habían escuchado su prédica hasta el final, para que se dejaran fotografiar.
    A la semana siguiente, comenzaron las obras de refacción para transformar The Harpoon en un museo que reproduciría, en los menores detalles, con humo, olores, maniquíes, imágenes, paneles explicativos, y hasta grabaciones estereofónicas, la epifanía de Mr. Brummel.
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    En Elizabethtown, Kentucky, el Museo de Arte Visionario expuso las obras de Polly Annie O’Connell, la criada de la familia Ackerson, que un día, mientras se encontraba absorbida por las labores de costura, recibió la visita de un ángel que, tomándola por la mano, la transportó por los aires hasta el planeta Marte, desde donde pudo contemplar a distancia, al abrigo de la hecatombe, varias escenas del Juicio Final.
    Una vez de retorno en nuestro planeta, siguiendo las instrucciones impartidas desde el mundo supralunar, Polly Annie O’Connell se puso a bordar sin cesar, en los pañuelos, sábanas, faldones, camisas, pantalones y muda interior que los Ackerson le daban para remendar, lo que le fue dado presenciar por la gracia divina. Había que dar testimonio a los hombres de aquello que les aguardaba en un futuro inminente. Los tiempos estaban llegando a su fin.
    Impresionados por la conducta de su criada, en lugar de retarla o despedirla, los Ackerson la dejaron bordar, asistiendo a un prodigio. Ya no era su mano la que movía la aguja y la hebra, sino la Mano del Bordador del Mundo, que también mueve con sus hilos la lengua de los profetas. ¿Cómo explicar si no que una criada sin ningún tipo de instrucción, que apenas sabía hilvanar un dobladillo, de pronto fuera capaz de dar, con tanta destreza, aquellas puntadas?
    Tras la muerte de Polly Annie O’Connell, los Ackerson decidieron abrir en el galpón un museo que expusiera estas maravillas textiles, entre las cuales sobresalían los Tres querubines tocando la trompeta que anunciaba la destrucción del templo de Elizabethtown (delantal de cocina), El Trono Celeste, custodiado por tres hermafroditas alados (pañuelo), La lapidación de Nuestra Señora de Marte (camisa de lino), Las hijas de Mr. Lucifer (falda), Retrato del Anticristo adolescente (funda de almohada), El último día de la humanidad (calzón largo de algodón).
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    Ineluctablemente el tiempo transforma al mundo en ruina. Nada entero sobrevive. Del pasado, solo quedan polvo y piedras. Los recuerdos no son más que restos, cuanto más precisos más falsos.
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    Estaba prevista en breve la inauguración de una sala de ruidos submarinos captados con hidrófonos, donde se podrían apreciar, según las horas y los días, el rumor de los cardúmenes, el canto afónico de las ballenas, el abrirse y cerrarse de una pinza de cangrejo o el estornudo de una sirena que se habría expuesto desabrigada a una corriente de agua fría.
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