os desarma, de hecho, la inclinación a pensar que nuestra vida, en primer lugar, es un fragmento conclusivo de la vida de nuestros padres, el único que ha sido entregado a nuestro cuidado. Como si nos hubieran encargado, en un momento de cansancio, que sujetáramos un rato ese epílogo para ellos valioso –de nosotros se esperaba que lo devolviésemos, tarde o temprano, intacto. Ya lo recolocarían luego ellos en su lugar, completando con él la redondez de una vida consumada, la suya.