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Ernesto Sabato

El escritor y sus fantasmas

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    El tiempo interior. La ficción que añoran esos críticos era espacial y su tiempo era el cosmológico, el de los relojes y almanaques. Al sumergirse en el yo, el escritor debe abandonarlo, pues el yo no está en el espacio sino que se despliega en el tiempo anímico que corre por sus venas y que no se mide en horas ni minutos sino en esperas angustiosas, en lapsos de felicidad o de dolor, en éxtasis.
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    El Proceso y cuadros como los de Van Gogh, Chirico o Rouait.
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    Aduchas décadas antes que Gorki se entregara a esta concepción, en su propia patria, un genio poderoso terminaba de destruirla y abría las compuertas de toda la literatura de hoy. Porque el tiempo existencial no marcha a la par para todo el mundo ni para cualquier clase de personas; los siglos que terminan al unísono, a almanaque y silbatos de sirena, son los siglos de los astrónomos, no los de los seres humanos. Y mucho menos los de los genios. Y así como todavía hoy tropezamos con escritores que viven en el siglo XIX, Dostoievsky abría en ese siglo las compuertas del siglo XX. En las Notas desde el subterráneo, su héroe nos dice: «¿De qué puede hablar con el máximo placer un hombre honrado? Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar, pues, de mí.» Y en las pocas páginas de esa narración revolucionaria no sólo se rebela contra la trivial realidad objetiva del burgués sino que, al ahondar en los tenebrosos abismos del yo encuentra que la intimidad del hombre nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia, ni con la prestigiosa técnica.
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    Aduchas décadas antes que Gorki se entregara a esta concepción, en su propia patria, un genio poderoso terminaba de destruirla y abría las compuertas de toda la literatura de hoy. Porque el tiempo existencial no marcha a la par para todo el mundo ni para cualquier clase de personas; los siglos que terminan al unísono, a almanaque y silbatos de sirena, son los siglos de los astrónomos, no los de los seres humanos. Y mucho menos los de los genios. Y así como todavía hoy tropezamos con escritores que viven en el siglo XIX, Dostoievsky abría en ese siglo las compuertas del siglo XX. En las Notas desde el subterráneo, su héroe nos dice: «¿De qué puede hablar con el máximo placer un hombre honrado? Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar, pues, de mí.» Y en las pocas páginas de esa narración revolucionaria no sólo se rebela contra la trivial realidad objetiva del burgués sino que, al ahondar en los tenebrosos abismos del yo encuentra que la intimidad del hombre nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia, ni con la prestigiosa técnica.
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    El arte es la persecución encarnizada de la expresión, del sentimiento interior»
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    Lo que sucede es que se partió de una falacia. Para Ortega, por ejemplo, la deshumanización del arte está probada por el divorcio existente entre el artista y su público. No advirtiendo que pudiera ser exactamente al revés, que no fuera el artista el deshumanizado, sino el público. ¿O es que para Ortega es cuestión de número? Es obvio que una cosa es la humanidad y otra bien distinta el público-masa, ese conjunto de seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos fabricados en serie, moldeados por una educación estandardizada, embutidos en fábricas y oficinas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y cosificados por un «arte» de historietas y novelones radiales, de cromos periodísticos y de estatuillas de bazar. Mientras que el artista es el Único por excelencia, es el que gracias a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, a su locura, ha conservado paradojalmente los atributos más preciosos del ser humano. ¿Qué importa que a veces exagere y se corte una oreja? Aun así estará más cerca del hombre concreto que un razonable amanuense en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, acorralado y desesperado, termina por huir al África o a las selvas de Misiones, a los paraísos del alcohol o la morfina, a la propia muerte. ¿Indica todo eso, por ventura, que es él quien está deshumanizado
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    Nietzsche se preguntó: «¿Debe dominar la vida sobre la ciencia o la ciencia sobre la vida?», y ante este interrogante característico de su tiempo, afirmó la preeminencia de la vida. Respuesta típica de todo el vasto insurgimiento que comenzaba. Para él, como para Kierkegaard, como para Dostoievsky, la vida del hombre no puede ser regida por las abstractas razones de la cabeza sino por aquellas que Pascal había denominado les raisons du coeur. La vida desborda los esquemas rígidos, es contradictoria y parado; al, no se rige por lo razonable sino por lo insensato. ¿Y no significa esto proclamar la superioridad del arte sobre la ciencia para el conocimiento del hombre? Ya que precisamente el arte es la indagación y la expresión de lo individual y concreto.
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    Y lo que los artistas románticos habían intuido oscuramente fue enunciado en forma cabal por el filósofo Sören Kierkegaard. Frente al frígido museo de símbolos algebraicos sobrevivía el hombre carnal que se preguntaba para qué servía todo el gigantesco aparato de dominio universal si no era capaz de mitigar su angustia, ante los dilemas de la vida y de la muerte. Frente al problema de la esencia de las cosas se planteó el problema de la existencia del hombre. Y frente al conocimiento objetivo se reivindicó el conocimiento del hombre mismo, conocimiento trágico por su misma naturaleza, un conocimiento que no podía adquirirse con el auxilio de la sola razón sino además —y sobre todo— con la ayuda de la vida misma y de las propias pasiones que la razón descarta
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    Lewis Mumford muestra cómo esa tentativa tenía que resultar históricamente un fracaso. Profetas prematuros del desastre, pagaron con el alcoholismo, el manicomio o el suicidio su levantamiento contra una sociedad aún lo bastante potente y prestigiosa como para aniquilarlos con el desprecio, el silencio o la ironía. Sus mensajes flotaron en el vasto océano del siglo XIX, hasta que pudieron ser hallados y justicieramente interpretados: por fin había llegado la hora de su arte. No del arte como un lujo sino como un instrumento de la verdad
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    . Así, en medio de aquel mundo que había hecho un mito de las ideas claras y distintas, aparecen esos artistas solitarios que son para la comunidad lo que los sueños para el individuo, los que ejecutan, en sus obras los secretos e infinitamente deseados actos de esa comunidad.
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