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Hermann Hesse

Siddhartha

  • Miguel Ángel Vidaurrefez uma citaçãohá 16 dias
    Ahora, pensó, como todas las cosas que perecen con más facilidad han quedado fuera de mi alcance de nuevo, estoy de pie bajo el sol justo como cuando era un niño: nada es mío, no tengo habilidades, no hay nada que pueda crear y no he aprendido nada. ¡Qué asombroso es esto! Ahora, que ya no soy joven, que tengo medio pelo con canas, que la fuerza se me va, ¡ahora estoy empezando desde el inicio como un niño!

    De nuevo, tuvo que sonreír. Sí, ¡su suerte había sido extraña! Las cosas estaban yendo mal para él y ahora debía enfrentarse otra vez al mundo vacío, desnudo y estúpido. Pero no podía sentirse triste por eso, no. Incluso sintió un gran impulso de reírse, de reírse de sí mismo, de reírse de este mundo extraño y necio.
  • Miguel Ángel Vidaurrefez uma citaçãohá 16 dias
    No lo sé. No lo sé, tal como tú. Estoy viajando. Fui un hombre rico y ya no soy un hombre rico. Y no sé lo que seré mañana.

    —¿Has perdido tus riquezas?

    —Las he perdido o ellas a mí. De alguna manera se me escaparon. La rueda de las manifestaciones físicas está girando rápido, Govinda. ¿En dónde está Siddhartha, el brahmán? ¿En dónde está Siddhartha, el śramaṇa? ¿En dónde está Siddhartha, el hombre rico? Las cosas que no son eternas cambian rápido, Govinda, lo sabes.
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    mundo de las apariencias no es eterno. Nuestros ropajes, el estilo de nuestro pelo y el cuerpo mismo son todo menos eternos. Estoy usando la ropa de un hombre rico, eso lo has visto muy bien. La estoy usando porque he sido un hombre rico y llevo el pelo como la gente de mundo y lujuriosa porque he sido uno de ellos.
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    Levantándose con un sobresalto de este sueño, se sintió embargado por una profunda tristeza. La manera en la que había estado viviendo la vida le parecía carente de valor… carente de valor y sin ningún sentido. No le quedaba nada que estuviera vivo, nada que fuera delicioso de alguna manera o que valiera la pena conservar en las manos. Estaba solo, allí, como un náufrago vacío en la orilla.

    Con la mente sombría, Siddhartha fue al jardín del placer que poseía, cerró las rejas, se sentó debajo de un árbol de mango, sintió la muerte en su corazón y el horror en el pecho y percibió cómo todo moría dentro de él, cómo todo se marchitaba, cómo todo acababa en su interior. Poco a poco puso sus pensamientos en orden y, en la mente, recorrió de nuevo todo el camino de su vida, empezando con los primeros días que pudiera rememorar. ¿Cuál había sido un momento en el que hubiera experimentado felicidad, verdadera alegría? Ah, sí, varias veces había experimentado algo así.
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    también por ese vicio que solía detestar y del que solía burlarse diciendo que era el más necio de todos los vicios: la codicia. Las propiedades, las posesiones y las riquezas lo habían capturado por fin. Ya no eran un juego o nimiedades para él, sino que se habían convertido en cadenas y cargas pesadas. De una manera extraña y engañosa, Siddhartha había caído en la dependencia final y más reprochable de todas por culpa del juego de los dados. Fue desde ese momento, cuando dejó de ser un śramaṇa en el corazón, que Siddhartha empezó a jugar por dinero y cosas preciosas, cosa que en otras épocas hacía solo con una sonrisa y casualmente, como una costumbre de las personas que se comportaban como niños, con una rabia y pasión que iban en aumento.
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    Lentamente, la enfermedad del alma, la cual portaban las personas ricas, se aferró a él.
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    Esas personas estaban enamoradas todo el tiempo de ellas mismas, de mujeres, de sus hijos, de los honores y el dinero, de los planes y las esperanzas. Pero, de todas las cosas, no aprendió eso de ellas: la alegría de un niño y la necedad de un niño. Aprendió de ellas, entre todas las cosas, las poco placenteras, aquellas que él despreciaba.
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    Siddhartha había asumido algo de las costumbres de las personas que se comportaban como niños, algo de su infantilismo y sus miedos. No obstante, las envidiaba, las envidiaba más cuanto más similar se hacía a ellas. Las envidiaba por aquello que le faltaba a él y que ellas tenían: la importancia que eran capaces de darles a sus vidas, la cantidad de pasión en sus alegrías y miedos, la felicidad dulce pero temerosa de estar enamoradas todo el tiempo.
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    —Bien puede ser así —dijo Siddhartha con cansancio—. Soy como tú. Tú tampoco amas, ¿cómo más practicarías el amor como un oficio? Quizás las personas como nosotros no puedan amar. Las personas que son como niños sí pueden, ese es su secreto.
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    Cuando Kamaswami lo buscaba para quejarse de sus preocupaciones o para regañarlo por los negocios, lo escuchaba con curiosidad y felicidad, se sentía intrigado, intentaba entenderlo
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