Al poeta —aseguraba Jaime Gil— le conviene ser un vendedor a domicilio, o un tecnócrata de la administración, o un psiquiatra de segunda fila o una prostituta.» En su opinión, las actividades cotidianas, como guisar una carne con setas, afeitarse a las ocho y media de la mañana, reunirse con representantes de una marca de automóviles, eran perfectas para la poesía. «Se puede estar hablando con alguien y pensando en el poema. Es, además, bueno para el poema.»