Así, sólo en apariencia se libra el naturalismo de la objeción que hace poco hacíamos al animismo. También aquél hace de la religión un sistema de imágenes alucinatorias, toda vez que la reduce a no ser sino una inmensa metáfora sin valor objetivo, asignándole ciertamente un punto de partida en lo real, a saber, en las sensaciones que provocan en nosotros los fenómenos de la naturaleza. Pero mediante la acción prestigiosa del lenguaje, esta sensación se transforma en concepciones extravagantes. El pensamiento religioso sólo entra en contacto con la realidad para enseguida taparla con un grueso velo que disimula sus formas verdaderas. Y ese velo es la sarta de creencias fabulosas que urde la mitología. Tal como alguien que desvaría, el creyente vive entonces en un medio poblado de seres y de cosas que sólo tienen una existencia verbal.