El rey cuervo

La sonrisa de Kevin fue fugaz, pero feroz. No dijo nada, pero no hacía falta. Era la primera muestra de aprobación que Neil había recibido de su parte desde que se conocieron y le hizo sentir como si le hubieran dado un chute de adrenalina.

La portería de los Cuervos se iluminó de rojo cuando coló la pelota con fuerza.

—El número diez, Neil Josten —dijo el comentarista.
—Cinco goles —le recordó Wymack.

Andrew, por una vez en tu miserable vida de enano intenta jugar como si quisieras que ganáramos, ¿quieres?

—¿Cinco goles?
—La semana pasada marcaste cuatro.
—La semana pasada no jugábamos contra el Edgar Allan, entrenador —protestó Neil.
—Irrelevante —repuso Wymack con un gesto desdeñoso—. Cinco goles o cuarenta y dos kilómetros. Haz los cálculos y decide cuál te compensa más.

—¿Puedes hacerlo, Kevin? —preguntó Abby, examinando su rostro en busca de algún indicio de que se encontraba bien—. ¿Puedes jugar?
—Mientras respire, puedo jugar —respondió Kevin—. Este partido también es mío.

Wymack no dejó que Neil se acercara al micrófono porque no confiaba en su habilidad para comportarse.

Zorros estaban más unidos y eran más fuertes con cada semana que pasaba. Nadie esperaba que vencieran contra los Cuervos, pero estaba claro que iban a dar guerra.

Sabían que odiaba la verdura, pero le encantaba la fruta, que su color favorito era el gris y que no le gustaban las películas o la música con el volumen alto. Eran cosas que Neil solo comprendía en términos de supervivencia, pero sus compañeros acumulaban aquella información como si estuviera hecha de oro.

Neil estaría muerto antes de mayo.