Ella era su cometa, su estrella fugaz. Brillaba como el firmamento y, cuando sonreía, era como si de repente encajaran todas las ecuaciones matemáticas. El mundo recuperaba el equilibrio e imperaba la simetría
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Y el firmamento era un lugar seguro. El sol, las estrellas y los planetas. Meteoritos y lunas. A ellos no podía hacerles daño. Y ellos no podían mirarlo con desprecio.
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Tenía miedo. No entendía su mente, no comprendía por qué a veces parecía volar y a veces no lo hacía
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Reynolds era demasiado pomposo, pero besaba de maravilla.
QUE QUE QUE, POR DIOS
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—¡Está hablando de sexo! —rugió el conde de Harcourt, que después se ajustó la corbata—. Lo pregunta por el bien de la nación, por supuesto.
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—Debería haber saltado el muro
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—Ahora todo es muy moderno —siguió Augusta—. En mis tiempos, hubo siete personas en el dormitorio durante mi noche de bodas para presenciar el acto conyugal. Para confirmar que tu padre y yo hiciéramos lo necesario para concebirte.
«¡Por Dios!»
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—¿Te acostarás con ella esta noche? —preguntó Augusta. Aunque era más una exigencia.
—¡Madre!
SEÑORA PERESE
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Carlota no sería fácil de comprender. Era un diamante. Impoluto. Pero nadie sabía cómo aparecían los diamantes sin imperfecciones. Aparecían así, la magia de la tierra
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—Cuidado —le advirtió Carlota con una sonrisilla traviesa—. La gente pensará que nos caemos bien