Saco la llave, le quito las esposas a Peeta y me las meto en el bolsillo. Él se restriega las muñecas y las flexiona. Noto que la desesperación se adueña de mí, es como volver al Vasallaje de los Veinticinco, cuando Beetee nos dio el rollo de alambre a Johanna y a mí.
—Oye, no hagas ninguna tontería —le digo.
—No, sólo si no hay más remedio. De verdad.
Le rodeo el cuello con los brazos y noto que vacila antes de devolverme el gesto. No es tan firme como antes, pero sigue siendo un abrazo cálido y fuerte. Mil momentos pasan por mi cabeza, todas las veces que estos brazos fueron mi único refugio del mundo. Quizá no los apreciara como debía entonces, pero son recuerdos dulces que se irán para siempre.
—De acuerdo —digo, y lo suelto.
—Ha llegado el momento —dice Tigris.
Le doy un beso en la mejilla, me ajusto la capa roja con capucha, me acerco la bufanda a la nariz