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Yuri Herrera

Señales que precederán al fin del mundo

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    antro era como el cuarto de un sonámbulo: concreto y distante, algo irreal pero vívido;
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    inclinó hacia ella, y mientras le daba un abrazo dijo Dale un beso a la Cora. Lo dijo del mismo modo en que le dio el abrazo, como si no fuera su hermana a quien abrazaba, como si no fuera su madre a quien mandaba besar, sino como una fórmula educada. Fue como si le arrancara el corazón, como si se lo extirpara limpiamente y lo pusiera en una bolsa de plástico y lo guardara en el refrigerador para comérselo después.
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    Aquí se está muy solo, pero hay muchas cosas. Voy a llevarles algunas ora que vuelva. Nomás arreglo esto y me vuelvo, ya verán.
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    Son paisanos y son gabachos y cada cosa con una intensidad rabiosa; con un fervor contenido pueden ser los ciudadanos más mansos y al tiempo los más quejumbrosos aunque a baja voz. Tienen gestos y gustos que revelan una memoria antiquísima y asombros de gente nueva. Y de repente hablan. Hablan una lengua intermedia con la que Makina simpatiza de inmediato porque es como ella: maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes y luego entre otros dos, y luego entre otros dos, nunca exactamente los mismos, un algo que sirve para poner en relación.
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    avanzar; inclusive, antes de que todo se volviera afanoso, percibió que se le acercaba y le olía el cabello y alcanzó a alegrarse por haber tenido la oportunidad de darse una ducha. Pero entonces el fondo del río se agazapó y una corriente helada comenzó a empujarles los pies como si fuera algo vivo y terco. Rémele, dijo Chucho, Makina ya lo hacía pero la cámara se arrastraba con la corriente como si fuera a la deriva Rémele, insistió Chucho, Que esto se puso cabrón. Apenas lo había dicho cuando un torrente les brincó volteando la cámara. De súbito el mundo se volvió gélido y verdoso y se pobló de invisibles monstruos de agua que la arrancaban de la balsa de caucho; intentó bracear, pateó lo que fuera que la secuestraba pero no conseguía ubicar de qué lado estaba la superficie ni dónde había quedado Chucho. No supo cuánto tiempo se debatió confusamente, hasta que el pánico se le pasó e intuyó que daba lo mismo hacia dónde o a qué velocidad se dirigía, que finalmente llegaría a donde debiera llegar. Sonrió. Se sintió sonreír. Ahí fue cuando el sonido del agua rompiéndose sustituyó al silencio verde. Chucho la arrastraba del pantalón con ambas manos: habían llegado a la otra orilla y la cámara se perdía en la corriente como si tuviera algún mandado urgente por cumplir.
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    Los primeros metros fueron fáciles. Makina alcanzaba a tocar el fondo y sentía las piernas de él entreverándose con las suyas al
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    Miró el país que proliferaba tras el cristal. Ella sabía lo que había ahí, sus colores, la penuria y la opulencia, los recuerdos vagos de un tiempo menos cínico, los pueblos vaciados de hombres. Pero al contemplar la tensa calma de la noche, la oscuridad agujereada de chispas aquí y allá, imprecisamente, al sentir ese silencio mustio, se preguntó qué carajos se estaría fermentando ahí: qué crece o qué se pudre mientras uno mira en otra dirección. Qué va a aparecer, se preguntó en voz baja, jugando a que en cuanto pasaran junto a ese farol, o a ése, o a ése, descubriría qué es lo que había estado sucediendo en la sombra. Tal vez un montón de cosas nuevas y tal vez hasta algunas buenas; o tal vez no. Ni jugando se hacía muchas ilusiones.
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    No paraba de crecer, y en un mundo de hombres, y Makina quería enseñarle lo de urgencia, cómo tantearlos y cómo soportarlos; cómo gustar de ellos. Que aunque sean malhablados son frágiles; que aunque sean como niños pueden morderle a una las entrañas.
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    caso bastante de más como para que le pasara que cuando volvió todo seguía igual pero ya todo era otra cosa, o todo era semejante pero no era igua
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    . El señor Hache no podía ver burro sin que se le antojara viaje.
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