Lleva un ramo de flores en sus manos. Amarillas, creo. Elegido porque es mi color favorito, después de todo. Un vestido blanco, hecho a la medida de su cuerpo. A diferencia del anterior, este llega hasta el suelo y la tela se amolda a cada curva. Sencillo y discreto, le permite ser la estrella del espectáculo. Tan clásico y elegante como ella.
Y esa sonrisa. Esa maldita y estremecedora sonrisa que me dedica. Me roba el aliento con lo arraigada, y lo feliz que está. Como si supiera, igual que yo, que este es nuestro sitio.
Hola, articula desde el pasillo, con la alfombra roja por delante.
Hola, le digo de regreso. Sacudo la cabeza con incredulidad porque, ¿en qué puto mundo lo hice tan bien como para tener el privilegio de ser yo quien la lleve al altar?
Si lo pensara detenidamente, probablemente podría dar cientos de razones por las que no soy lo bastante bueno para vivir este momento, pero soy un egoísta, así que, en lugar de eso, simplemente mantengo el contacto visual con ella y cuento mis bendiciones.
La música cambia, no a la canción original con la que llegó al altar, sino a algo un poco más clásico. El público se pone de pie y es entonces cuando ella da el primer paso hacia mí.
Se ve despampanante y segura de sí misma, sin dudas ni vacilaciones en sus movimientos, y sé a ciencia cierta que es una imagen que esta vez no podré olvidar.
Sobre todo cuando da un paso hacia mí y la punta de su zapato asoma por el dobladillo de su vestido. No lleva tacones en los pies, solo un par de tenis negros que le compré cuando estaba desesperado porque se sintiera lo bastante cómoda como para que estuviera dispuesta a pasar un rato conmigo.
No puedo evitar reírme para mis adentros, y cuando mis ojos vuelven a ese bello rostro pecoso, ella se ríe conmigo, sin vacilar en sus pasos.
Mierda, la amo.
No puedo esperar a casarme con ella de nuevo.
EL LA VE ENTRAR A LA IGLESIA Y AMOOO QUE NO PIERDEN SU ESENCIA