Mientras el silencio se prolongaba, Sebastian la contempló al agitado resplandor del fuego y se percató, con cierta sorpresa, de su atractivo. Nunca la había observado y sólo tenía la impresión de que era una pelirroja desaliñada con mala postura. Pero he aquí que era una muchacha preciosa.
Apretó la mandíbula pero mantuvo su aspecto impertérrito, aunque hincó los dedos en la suave tapicería de terciopelo. Le resultó extraño no haberse fijado nunca en ella, ya que había mucho en que fijarse. Su cabello, de un vivo tono rojizo, parecía alimentarse del fuego y brillaba incandescente. Sus delgadas cejas y sus densas pestañas eran de un tono caoba, mientras que su piel era la de una auténtica pelirroja, blanca y con pecas en la nariz y las mejillas. Le hizo gracia la alegre dispersión de aquellas motitas doradas, esparcidas como si las hubiera rociado un hada bondadosa. Tenía labios carnosos y unos enormes ojos azules, bonitos pero impasibles, como de muñeca de cera.