Fue el olor lo que comenzó a enloquecer a Thomas.
Ni el estar solo durante varias semanas. Ni el blanco de las paredes, el techo y el piso. No fue la falta de ventanas o el hecho de que nunca apagaran las luces. Nada de eso. Le habían quitado el reloj; le daban la misma comida tres veces por día: un trozo de jamón, puré de papas, zanahorias crudas, una rebanada de pan y agua; no le hablaban ni permitían que nadie ingresara en la habitación. No había libros ni películas ni juegos.
El aislamiento era total. Ya habían pasado más de tres semanas, aunque había comenzado a dudar de su registro del tiempo, que era puramente instintivo. Trataba de calcular cuándo se hacía de noche y asegurarse así de dormir una cantidad normal de horas. Las comidas ayudaban, a pesar de que no parecían llegar en forma regular. Como si quisieran desorientarlo deliberadamente.