Y entonces Dioniso se apartó de mí. Una mirada de resolución calmaba sus rasgos, relajó el tormento de su cara y adquirió una expresión que conocía ya bien.
Alzó la mano en un gesto que ya había visto antes, solo una vez. Años atrás, ese movimiento envió mi corona nupcial al cielo. La creí perdida en las profundidades del mar, pero entonces él me pidió que levantara la mirada y la vi ardiendo por la eternidad.
No podía oír lo que decía esta vez, pero solo pudo ser una cosa.
«Adiós».
Mis ojos lo miraban vacíos, pero esperaba que pudiera oír cómo me despedía de él mientras la sangre se endurecía y congelaba, y el último resquicio de mi mente se convertía en piedra.