Que el narrador sea el culpable, el pedófilo, y que el lector esté obligado, por medio de la voz narrativa, a entrar en su cabeza, a penetrar en los recovecos de sus razonamientos, sus justificaciones, sus fantasías, es lo que vuelve la lectura fascinante y perturbadora. El lector pasa de la adhesión al rechazo, del asco a la compasión, de la sonrisa frente al singular sentido del humor del narrador al horror absoluto. Lo entiende y no lo entiende, acompaña su locura hasta el final, teme sus victorias y se alegra de su desdicha y su perdición. Escoger ese punto de vista impone al contrato de lectura una sutileza sofisticada: juegas el juego del autor, que se pone en el lugar del criminal sin por ello empatizar con el personaje. Y, si por casualidad empiezas a hacerlo, el texto se encarga de recordarte, siempre en momentos clave, que dicha empatía te hace cómplice del monstruo.