Maria’i empezó a vislumbrar la oscura sombra que la acechaba, cuando esa tarde descubrió la sangre que manaba, caliente y espesa, entre sus muslos flacos, tiñendo su pollerita de domingo. Cuánto empeño pondría después, tardes y tardes, aprovechando la siesteada de todos para que nadie la viera en tarea tan triste, emperrándose en lavar pollera y presentimiento, inútilmente. El manchón parecía más bien afirmarse con el tiempo y allí quedó para siempre, como advirtiéndole algo ineludible, algo que nunca acabó de descifrar, a lo que estaba irremediablemente atada. Fue su primera mancha de mujer, imborrable.